Thursday, December 4, 2025

Ciencias morales * Martín Kohan


Alguna vez este colegio, el Colegio Nacional, fue solamente de varones. En esos tiempos ya distantes, los tiempos del Colegio de Ciencias Morales, por no decir los más remotos del Real Colegio de San Carlos, las cosas debieron ser, por necesidad, más claras y más ordenadas. Es simple: faltaba ni más ni menos que la mitad de este mundo que ahora lo integra. Esa mitad hecha de jumpers, de vinchas, esa mitad hecha de cintas y de hebillas, esa mitad que requirió la instalación de baños aparte en el colegio y vestuarios aparte en el campo de deportes, antes, mucho antes, en los tiempos de Miguel Cané, en los tiempos del profesor Amadeo Jacques, sencillamente no existía. El colegio era todo una misma cosa, era todo de varones. Entonces con toda seguridad las actividades transcurrían de manera más sosegada, o por lo menos eso presume ahora, en el estado de distracción que la gana hacia el final del segundo recreo de la tarde, la preceptora de tercero décima, a quien todos conocen por María Teresa sin sospechar que en su casa, a la noche, le dicen Marita. Eso piensa, abstraída, aunque vigilante en la apariencia, María Teresa, la preceptora de tercero décima, cuando de los diez minutos que corresponden a este segundo recreo de la tarde ya van pasando más de ocho. Y lo piensa sin distinguir que, de regir todavía las normas de aquellas épocas de esplendor, ella misma no podría ocupar ahora el puesto que ocupa en el colegio, porque del mismo modo y por las mismas razones por las que no había alumnas en el establecimiento, ni había profesoras, tampoco había preceptoras. Ese mundo no estaba, como está éste, partido en dos; lo que había que hacer congeniar, llegado el caso, según se ve en ese clásico literario del colegio que se llama Juvenilia y que los alumnos actuales, por ignorancia o por mala fe, se obcecan en pronunciar «Juvenilla», era otra cosa: era la convivencia pacífica de los alumnos porteños con los alumnos del interior del país. No faltaban alborotos por esa causa, y hasta reyertas con magulladuras varias, pero nada de eso podía compararse con lo que supone vigilar esta otra realidad de los varones y las mujeres existiendo en continua proximidad. Que los porteños se pelearan con los provincianos no dejaba de expresar, al fin de cuentas, una verdad profunda de la historia argentina, y en esto el colegio ya era lo que estaba destinado a ser: un selecto resumen de la nación entera. ¿O acaso Bartolomé Mitre, el fundador del colegio, no había derrotado al entrerriano Urquiza para siempre y para bien, en la batalla de Pavón? ¿O acaso antes el tirano federal Juan Manuel de Rosas no había mantenido el colegio cerrado, en el período de sombras con que afligió largamente a la Argentina? ¿No quiso, acaso, ingresar al colegio Domingo Sarmiento, el sanjuanino, sin lograrlo? ¿No lo consiguió, acaso, en cambio, el tucumano Juan Bautista Alberdi, resintiendo a Sarmiento por el resto de su vida?