Salgo de Madrid por la carretera de Extremadura, como tantas otras veces. El sol de frente, en línea con los ojos me baja los párpados. Ese justiciero sol de julio que quiere no esconderse nunca. Llevo apenas unas horas de vuelta en este asfalto caliente y la piel me dice que no, que no me quede, que estas pocas horas ya fueron suficientes, que me vaya, que me vuelva al océano con el que llego de cuerpo en sal. Junto al círculo de Bellas Artes capturo una hoja de Catalpa Bignonides, otra hoja, que coloco a modo de escultura en el bolsillo de mi camisa blanca de manga corta. La tercera hoja. Voy ligero, solo llevo mis fijadores cromáticos usables, en azul y amarillo, básicos en esta temporada en cierre y la cámara. Las torres de ladrillo de los años setenta se apiñan en la salida de Madrid, acelero, la carretera va perdiendo la densidad urbana para ganar paisajes amarillentos a jirones. Las naves de mercancías y los campos maltrechos, masa notarial de la futura especulación suburbana, se alternan. Llego al punto de desvío marcado en mi memoria y siento vértigo. Llamo a Ana para confirmar que llego, que voy, que estoy cerca, y me indica que siga, que no es ahí, donde yo estoy. Sonrío aliviado. Cruzo el río y encauzo el volante hasta la finca, apenas a unos kilómetros. Somos menos de veinte. Algunos conocidos, pocos, Ana, la anfitriona y su compañero Igor, ambos filmados en Madrid hace unos años y Paco, al que tengo en alta estima por su sincera y sutil brutalidad. Paseo en reconocimiento por la parcela mientras anochece. Nos ponemos cómodos, tomamos unos vinos tintos y comemos ensaladilla sin huevo. Los accionistas presentes piden sus turnos y despliegan su arte de acción ante un público cercano, natural y algo tibio. Paco expone en forma de acción didáctica, dando cátedra, recostado, la dificultad de liberar el tercer esfínter, el mental, mientras entubado, y vaciándose de luz, prepara el baile, que activa con otros cuerpos, sobre su alfombra sonora. Los árboles del lugar me interesan, la escenografía máxima es el paisaje nocturno. La nocturnidad. Paseo y fotografío los árboles más grandes y algunas flores. Pasan algunas horas y los visitantes menos activos comienzan a cansarse e impacientarse. Piden salida, piden ayuda, piden clemencia. Piden taxi y desaparecen. La noche es larga y nadie dijo que el ritmo tuviera que ser continuo. Seguimos de vinos. Una nueva llamada nos congrega. Todos nos acercamos y miramos por las ventanitas de la cabaña, hacia adentro. En la penumbra un cuerpo esbelto se desnuda. La performance exige cuerpo, escenografía, ritmo, y sobre todo concepto. El cuerpo se calza unas medias red de color rojo y unos zapatos negros de tacón. Piernas largas. El cuerpo se levanta y se coloca una inmensa osamenta dorada, una corona animal. La imagen es poderosa. Lo animalizado cobra fuerza mientras el cuerpo trabaja, dentro, su estudio posicional, su estudio habitacional y se va sintiendo cómodo, mientras fuera, cada uno de nosotros, es otro animal furtivo, que cual voeyeur mira, por la ventana, con curiosidad el devenir de ese animal que se pliega, gatea y expande sus brazos en espasmos rítmicos, entre lo escultural estático y lo danzante escénico. Los brazos parecen alas. Tras un largo baile final, el cuerpo sale de la casa y camina hacia el bosque. Aquí se produce un inmediato cambio de código y de roles. El paisaje absorbe al animal y le da su mayor esplendor. El contexto natural por fin es escena pura, nítida. El baile se naturaliza y la escena se dinamiza. El animal habla, su voz pide con suavidad que haya algo de furia. Que haya coro. Que haya ladridos. La noche es plena y todo es posible cuando se pide en el momento preciso. Se preparan unas correas con cuerdas y se ata a los que quieren ser perras y se da cuerda a los que prefieren tirar.. Los ladridos y aullidos de perros y perras, son cada vez más sinceros y el erguido animal protagonista, el de la gran osamenta dorada, baila. Las luces del otro lado del río brillan, todos los ojos iluminados fijos en la cornamenta dorada que nos alimenta. Así termina. En esta escena tomo algunas instantáneas como parte de la acción. El flash es un elemento escénico que utilizo para dar protagonismo a determinados momentos plásticos. No hay aplausos. La energía ya es alta. Sin apenas transición, todos los cuerpos activos cambian de juego y pasan a contorsionarse sobre las sillas reservadas al efecto. Una improvisada aula futura cobra vida con la auto confirmación escénica de cada uno de los agentes participantes, que reclaman un protagonismo agónico sobre las sillas, los micro escenarios rotativos, que por un código prefijado en acta de voz, cambian de usuario cada pocos minutos, así cada cuerpo usa y disfruta cada silla una o varias veces, hasta que por extenuación se cierra el bucle, y los artistas bajan el ritmo, y pasan a intimismos conversacionales. Entra la madrugada, y quedamos ya muy pocos, acaso solo los que duermen en la finca y este cuerpo, que fotografía su sol de plástico, y sonríe al nuevo día ya por el camino de tierra a la pista de asfalto, desierta. Es domingo, y con otro inmenso sol, siempre de frente, avanzo por la carretera de Extremadura hacia Madrid.
WHITE SHIRT - GREEN HAT - ANOTHER LEAF - GREEN JEWEL +
YELLOW BAG (OFFSET)
ENCUENTROS EN EL CAMPO
ORGANIZADOS POR ANA MATEY EN MATSU
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ANTO LLOVERAS 2015
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