Pero paseamos por las calles de Nueva York juntas continuamente. Ahora ambas vivimos en el Lower Manhattan, nuestros apartamentos están a kilómetro y medio de distancia y, cuando nos visitamos, lo hacemos a pie. Mi madre es una campesina urbana y yo soy la hija de mi madre. La ciudad es nuestro elemento natural. Las dos tenemos aventuras a diario con conductores de autobús, mendigos que arrastran carritos, acomodadores de los callejeros. Pasear saca lo mejor de nosotras. Yo tengo cuarenta y cinco años y mi madre, setenta y siete. Está fuerte y sana. Recorre la isla conmigo sin dificultad. Durante estos paseos no nos queremos, sino que a menudo bromeamos una contra la otra, pero de todas formas paseamos. Nuestros mejores momentos juntas son cuando hablamos del pasado. Yo le digo: «Mamá, ¿te acuerdas de la señora Kornfeld? Cuéntame esa historia otra vez», y ella se recrea contándomela de nuevo. Lo único que odia es el presente; en cuanto empieza se hace pasado (y empieza a amarlo inmediatamente). Cada vez que cuenta la historia, es la misma y también es completamente distinta, porque cada vez que la oigo soy más mayor y se me ocurren preguntas que no le hice la última vez. La primera vez que mi madre me contó que su tío Sol había intentado acostarse con ella, yo tenía veintidós y la escuché en silencio: embobada y aterrorizada. Me sabía de memoria los antecedentes. Ella era la menor de dieciocho hermanos, ocho de los cuales sobrevivieron hasta la edad adulta. (Imaginaos: mi abuela se pasó veinte años embarazada). Cuando la familia llegó a Nueva York desde Rusia, Sol, el hermano menor de mi abuela y de la misma edad que su hijo mayor (su madrastra también se había pasado veinte años embarazada), había fallecido. Los dos hermanos mayores de mi madre habían llegado unos años antes que el resto de la familia, para trabajar en la industria textil, y habían alquilado un piso sin agua caliente en el Lower East Side para los once: baño en el pasillo, cocina de carbón, una hilera de oscuros cuchitriles interiores. Mi madre, que por entonces tenía diez años, dormía sobre dos sillas en la cocina porque mi abuela tenía un inquilino. A Sol lo habían llamado a filas durante la Primera Guerra Mundial y lo enviaron a Europa. Cuando volvió a Nueva York, mi madre tenía dieciséis años y era la única hija que quedaba en casa. Así que aquí llega, un desconocido lleno de glamour, la sobrinita que había dejado atrás es casi una mujer, con ojos negros, una melena brillante y castaña y una sonrisa arrebatadora, encantos que fingía no saber cómo emplear (ese fue siempre el estilo de mi madre: una coquetería descarada libre de la más mínima vergüenza), y empieza a dormir en uno de aquellos cuchitriles a un par de paredes de ella, con los padres de la chica roncando mediando una tenue pared del apartamento. —Una noche —contaba mi madre—, me desperté sobresaltada, no sé por qué, y de pronto vi que Sol estaba sentado cerca de mí. Empecé a decir: «¿Qué pasa?». Creí que les había ocurrido algo a mis padres, pero estaba tan aturdida por que pensé que quizá era sonámbulo. No me dijo ni una sola palabra. Me tomó en brazos y me llevó hasta su habitación.
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