Sunday, November 30, 2025

Russian Dolls * Wite Vessel

This pristine white volume in suburban Japan by Sou Fujimoto is more than a domestic experiment —it is a spatial manifesto that reduces architecture to its most elemental scaffolding, where layers of voids within voids construct a nuanced interplay between interiority and exterior, recalling the logic of Russian dolls in which each envelope reveals another, creating an inhabitable cascade of thresholds, transparencies and nested scales; the project is neither a house in the conventional sense nor a sculptural object, but rather a sequence of shells, or architectural filters, where domestic life unfolds across a porous constellation of interconnected microclimates, negotiating light, privacy and vegetation with exquisite restraint; blancura absoluta becomes both medium and message, erasing boundaries and articulating space through absence rather than form, inviting a sensorial stillness rarely achieved in urban architecture; each opening, calibrated like an ocular device, frames fragments of nature and ritual with surgical precision, turning every gesture —a meal, a step, a shadow— into a spatial event; the house operates through conceptual minimalism yet defies sterility, using emptiness as structure and light as material, producing not austerity but atmospheric depth; it is in this recursive geometry of rooms inside rooms, volumes within volumes, where architecture abandons its tectonic weight and becomes cognitive landscape, orchestrating experience through non-hierarchical circulation and anti-programmatic flexibility, suggesting a radical rethinking of domestic space as a continuum of inhabitable cavities rather than compartmentalised functions; what at first appears as a pure white box gradually reveals itself as a meticulous theatre of voids, where dwelling is reimagined as a choreography of transparency, and where architecture becomes a vessel not of objects but of potentialities.


Brown is Brown



Inserted like a pause in the visual noise of a dense and weathered neighborhood, this reddish-brown monolith by Nevzat Sayın emerges not to shout but to hold stillness, wrapping an art gallery in minimal gestures and textured monochrome that reframes the corner it occupies with quiet precision; the building renounces ornament, operating through surface modulation, where subtle corrugations and perforated panels reflect the industrial echoes of the area while softening its mass into a tactile skin that glows under shifting daylight, creating a façade that is both protective and porous, revealing glimpses of the interior only to those who approach with attention; this is a building without spectacle, where small shifts in scale and detail—a recessed entrance, a window masked by mesh, a cat on the step—compose an urban haiku of restraint and dignity, reminding us that elegance is not excess but calibration, and that architecture, especially in saturated contexts, can act less as protagonist and more as a frame, allowing life, art and city to emerge in sharper focus.

Thursday, November 27, 2025

Oposición * Mesa

 


La mesa la pusieron en mitad de la nada, en un lugar de paso, sin ventanas. Sonaba un ronroneo constante, quién sabe de qué aparato o cosa. Dejé el bolso y la carpeta encima de la mesa, el chaquetón en el respaldo de la silla y me senté a esperar tal como me había indicado el ordenanza. Allí en medio, entre sombras, solo se oía el ronroneo, nada más, y sus mínimas variaciones cada pocos segundos, como un cuerpo asfixiado cogiendo a duras penas bocanadas de aire. Frente a mí, la pared color crema; a la izquierda, el recodo que llevaba a los despachos; a la derecha, la puerta doble con ojos de buey por la que yo acababa de entrar. Era una mañana fría de invierno, apenas había amanecido, la luz me hizo pensar en la textura porosa de la cera. Tuve la sensación de haberme colado en un edificio vacío. De estar ocupando ese sitio por error. Había un ordenador sobre la mesa, con su teclado y su ratón. Un ordenador no muy nuevo, amarilleado por el tiempo, con pegatinas corporativas y una etiqueta con un código de barras. Tras unos minutos de indecisión, pulsé el botón de arranque. La pantalla se tiñó de azul, luego de blanco y al final de un brillante tono verde manzana. En el escritorio, uno a uno, fueron apareciendo distintos iconos. Moví el ratón con cautela, cliqué sobre ellos. No conducían a ningún lado o me pedían contraseñas de acceso que yo no conocía. Apagué el ordenador, saqué los papeles que había llevado y los coloqué ante mí, primero en una pila, todos juntos, después extendidos para que ocuparan más espacio. El ronroneo había dejado de sonar.
Esperé. Eran más de las ocho cuando oí a los primeros funcionarios. Llegaban poco a poco, como en tandas: a las ocho y diez, a las ocho y veinte, a las ocho y media, a las nueve, a las nueve y veinte. Saludos, carraspeos, toses, alguna risa, pasos lentos y otros más rápidos, entremezclados. Todos giraban hacia el lado contrario. Yo intuía sus siluetas a través de los ojos de buey de la puerta, manchas borrosas que aparecían y después se hacían pequeñas y desaparecían. Continué en mi sitio escuchando a toda aquella gente que se metía y no sabía dónde, preguntándome por qué nadie se dirigía hacia los despachos. Me levanté y recorrí el pasillo lateral con sigilo, como si estuviera contraviniendo una norma. Tres cubículos acristalados, de una sola plaza cada uno, continuaban a oscuras. Al fondo había un aseo, y lo que parecía ser un aseo, quizá un pequeño almacén, o quizá nada, solo una puerta ciega de emergencia. En los carteles junto a cada cubículo no se distinguían nombres, solo cargos. JEFE DE NEGOCIADO. JEFE DE NEGOCIADO. JEFE DE NEGOCIADO. Tres jefes de negociado. Toda una ironía. No había aparecido ninguno. Sin sacar de la cartera, volví a mi mesa. A las diez y media la puerta de los ojos de buey se abrió. Un hombre alto, más bien flaco, con maletín, abrigo largo y aspecto de estar sumamente concentrado en lo que hacía, pasó por delante de los cubículos. Buenos días, dijo. Buenos días, respondí. Aquel ser espectral giró la cabeza y fue hacia los despachos. Una luz se encendió. ¿Jefe de negociado uno? ¿Jefe de negociado dos? ¿Jefe de negociado tres? El silencio se adensó tras su paso. Imposible saberlo. De manera que estaba ahí sentada tonteando con el móvil cuando al fin se presentó un funcionario. Hola, me dijo. Hola, le dije. ¿Tienes línea de teléfono?, preguntó. No, respondí. Vale, ahora te la instalo. Se fue. Volvió a la media hora con un aparato. Lo conectó, probó la línea, iba bien. Este es tu número, me dijo. Para llamadas internas solo se marcan los cuatro últimos dígitos. Para llamadas externas, tienes que marcar primero un cero. Aquí es centralita, aquí admisión, aquí asistencia técnica. Se notaba que había repetido lo mismo muchas veces, porque lo decía sin entonación, como un maquinal timbre metálico. Parecía joven, aunque algo muy viejo se escondía tras su voz. Era peligroso, sus ojos carecían de brillo, toda la ropa le quedaba espantosamente grande. Le pregunté si conocía a la asesora jurídica. Me miró fastidiado, chasqueó la lengua. Ni idea, me dijo, cómo voy a conocerla, yo solo soy asistente de microinformática. Entonces, ¿no eres funcionario?, pregunté. No, soy de una empresa externa, contestó. Yo le dije que tampoco era funcionaria, que había entrado de ese modo en una interinidad por vacante, y que era mi primer día. Pues bienvenida, respondió con frialdad, ¿necesitás algo más? Dije que no y se fue. Tenía ordenador y tenía teléfono.

Cuentos autobiográficos * Pombo

Cuando abrieron las fronteras fui a Madrid a buscar El contrabando ejemplar. Eduardo llevaba varios meses muerto. Me cuesta decirle Edu, me cuestan las apócopes y los apodos, me hacen sentir obsecuente; falso, mejor dicho. Es verdad que no quiero a casi nadie, pero a él justo sí lo quería. Lo conozco de toda la vida, era el mejor amigo de mi padre. Nunca tuvo hijos. Fue como un tío para mí. Siempre muy cariñoso, amiguero y generoso, hospitalario hasta el absurdo, pero también logorreico y aprensivo, inseguro, receloso, solitario y triste. Estaba incómodo en su cuerpo, era torpe, malo para los deportes, nunca aprendió a nadar. De atolondrado, tenía el sí fácil y, como buen melancólico, era esclavo de sus apetitos. Un hombre voraz e incontinente. A pesar de sufrir de insuficiencia cardíaca congénita, fumaba como un murciélago, comía salame y queso, tomaba vino y fernet en exceso. A principios de los noventa tuvo el primer infarto. En diciembre del 96 casi se muere. Lo abrieron como un pollo y lo cablearon todo de nuevo. La operación duró doce horas. Tenía cincuenta años. Durante una convalecencia larga, angustiante e inimaginablemente dolorosa, encerrado en su departamentito de la calle Agüero, decidió cambiar de vida. En cuestión de meses, dejó el cigarrillo, renunció al puesto que tenía en la Secretaría de Turismo de la ciudad, se mudó a Madrid y asumió abiertamente su homosexualidad. Quería dedicarse a escribir, armar talleres, en Buenos Aires, había dado una vuelta por el mundo literario. Talleres literarios. Tenía un par de cuentos cortos y una nouvelle, Doña Amalia, de corte humorístico, menina y visceral, en el estilo de Mujica Lainez. Llegado a España estaba en éxtasis y puso su pico al servicio de la poesía. Yo conocí Chueca, la del pecado… cosas así. Estaba descubriéndose, se sentía un Cristóbal Colón del mundo gay. Fue crítico gastronómico y tuvo una columna semanal en La Guía del Ocio: “De tapas” se llamaba. Hizo un curso de guión cinematográfico y se empeñó en trabajar con una adaptación de Doña Amalia. Pero estas eran puras distracciones, y él lo sabía. En su interior se gestaba desde hacía décadas una ambición enorme. Después de su primer infarto había empezado a escribir una novela histórica sobre la misteriosa Buenos Aires del siglo XVI, un libro que daría cuenta del inexplicable fracaso de nuestro país. Iba a ser la gran novela argentina y se iba a llamar El contrabando ejemplar. En Madrid, retomó el proyecto: siguió estudiando y escribió unas cien páginas. Pero eso fue todo. Pasó el tiempo, su impulso vital se concentró cada vez más en la supervivencia y en el disfrute de los pequeños placeres; y las aspiraciones literarias quedaron relegadas a un segundo plano hasta desvanecerse por completo. Tuvo grandes amores que no siempre lo amaron y que lo comieron, viajó por el mundo, navegó el Nilo, llegó hasta la India, forjó amistades de acero y nunca dejó de maltratar a su pobre corazón averiado comiendo jamón crudo y bebiendo vino. Me dedico al comercio y no sé por ocupación. En el 96, después del quíntuple bypass, el médico le había dicho que si se cuidaba y tenía suerte podría vivir unos cinco o siete años más. Pasó un cuarto de siglo. Un día, en las postrimerías de la pandemia, se tiró a dormir la siesta y no se despertó más. El proyecto de la novela había quedado trunco. Yo me lo robé. El contrabando ejemplar será mi cuarta novela. La primera no la terminé. Tres editoriales que acabé por abandonar la querían. Un editor español dijo: “Es muy buena. Tiene duende. Pero no es un fenómeno”. Se llama La edad de bronce, y es un zibaldone nostálgico y ensimismado, y narra la historia de un chico que se escapa con su novia y viaja por los Balcanes para comprenderla. Es una novela tortuosa y obtusa. Tiene momentos hermosos pero, además de un curso, dos cosas la malograron. La primera, mi falta de talento. La segunda, un proyecto semejante iba a narrar la historia de mi país. Pensé entonces en escribir un diario de año nuevo y así salió La pereza de las cosas (2014), que se publicó de manera independiente. La leyeron mis padres, al menos diez amigos, entre ellos Nacho Zoppis, que me dijo que la primera persona no era lo mío. Una reseña (hubo dos en total) la define como “novela de potus y de metástasis”. Está inspirada en la noción agustiniana de pondus, y es un monólogo interior ininterrumpido que recorre la historia universal pasando de narrador en narrador emulando la cadena de transmigraciones. Empieza con Adán en el Jardín del Edén, se corta fatal que precede a la caída, y continúa con Mohammed Atta en la cabina minutos antes de que el Boeing 767 se clave en la Torre Norte del World Trade Center “como un cuchillo caliente en un pan de manteca”. Con La Casa del Arroz (2018) me propuse llegar al gran público. 






Réquiem * J Sender


El cura esperaba sentado en un sillón con la cabeza inclinada sobre la casulla de los oficios de réquiem¹. La sacristía olía a incienso. En un rincón había un fajo de ramitas de olivo de las que habían sobrado el Domingo de Ramos. Las hojas estaban muy secas, y parecían de metal. Al pasar cerca, Mosén Millán evitaba rozarlas porque se desprendían y caían al suelo. Iba y venía el monaguillo con su roquete² blanco. La sacristía tenía dos ventanas que daban al pequeño huerto de la abadía³. Llegaban del otro lado los cristales rumores humildes. Alguien barría furiosamente, y se oía la escoba seca contra las piedras, y una voz que llamaba: —María, Marieta. Cerca de la ventana entreabierta un saltamontes atrapado entre las ramitas de un arbusto trataba de escapar, y se agitaba desesperadamente. Más lejos, hacia la plaza, relinchaba un potro. «Ése debe ser —pensó Mosén Millán— el potro de Paco el del Molino, que andaba, como siempre, suelto por el pueblo». El cura seguía pensando que aquel potro, por las calles, era una alusión constante a Paco y al recuerdo de su desdicha. Con los codos en los brazos del sillón y las manos cruzadas sobre la casulla⁵ negra bordada de oro, seguía rezando. Cincuenta y un años repetidos en aquellas oraciones habían creado un automatismo que le permitía poner el pensamiento en otra parte sin dejar de rezar. Y su imaginación vagaba por el pueblo. Esperaba que los parientes del difunto acudirían. Estaba seguro de que irían —no podían menos— tratándose de una misa de réquiem, aunque la decía sin que nadie se la hubiera encargado. También esperaba Mosén Millán que fueran los amigos del difunto. Pero esto hacía dudar al cura. Casi toda la aldea había sido amiga de Paco, menos las dos familias más pudientes: don Valeriano⁶ y don Gumersindo⁷. La tercera familia rica, la del señor Cástulo⁸ Pérez, no era ni amiga ni enemiga. El monaguillo entraba, tomaba una campana que había en un rincón, y sujetando el badajo para que no sonara, iba a salir cuando Mosén Millán le preguntó: —¿Han venido los parientes? —¿Qué parientes? —preguntó a su vez el monaguillo. —No seas bobo. ¿No te acuerdas de Paco el del Molino? —Ah, sí, señor. Pero no se ve a nadie en la iglesia, todavía. El chico salió otra vez al presbiterio⁹ pensando en Paco el del Molino. ¿No había de recordarlo? Lo vio morir, y después de su muerte la gente sacó un romance. El monaguillo sabía algunos trozos: Ahí va Paco el del Molino, que ya ha sido sentenciado, y que llora por su vida camino del camposanto. Eso de llorar no era verdad, porque el monaguillo vio a Paco, y no lloraba. «Lo vi —se decía— con los otros desde el coche del señor Cástulo, y yo llevaba la bolsa con las de extremaunción para que Mosén Millán les pusiera a los muertos el santolio¹⁰ en el pie». El monaguillo iba y venía con el romance de Paco en los dientes. 


La tía Tula * M Unamuno


Era a Rosa y no a su hermana Gertrudis, que siempre salía de casa con ella, a quien ceñían aquellas ansiosas miradas que les enderezaba Ramiro. O por lo menos, así lo creían ambos, Ramiro y Rosa, al atraerse el uno al otro.Formaban las dos hermanas, siempre juntas, aunque no por eso unidas siempre, una pareja al parecer indisoluble y, como un solo valor. Era la hermosura espléndida y algún tanto provocativa de Rosa, flor de carne que se abría a flor del cielo a toda luz y todo viento, la que llevaba de primera vez las miradas a la pareja; pero eran luego los ojos tenaces de Gertrudis los que sujetaban a los que se habían fijado en ellos y los que a la par les ponían a raya. Hubo quien al verlas pasar preparó algún chistecillo un poco más subido de tono; mas tuvo que contenerse al tropezar con el reproche de aquellos ojos de Gertrudis, que hablaban mudamente de seriedad. «Con esta pareja no se juega», parecía decir con sus miradas silenciosas.Y bien miradas y de cerca aún despertaba más Gertrudis el ansia de goce. Mientras su hermana Rosa abría espléndidamente a todo viento y toda luz la flor de su encarnadura, ella era como un cofre cerrado y sellado en que se adivina un tesoro de ternuras y delicias secretas.Pero Ramiro, que llevaba el alma toda a flor de los ojos, no creyó ver más que a Rosa, y a Rosa se dirigió desde luego.—¿Sabes que me ha escrito? —le dijo ésta a su hermana.—Sí, vi la carta.—¿Cómo? ¿Que la viste? ¿Es que me espías?—¿Podía dejar de haberla visto? No, yo no espío nunca, ya lo sabes, y has dicho eso no más que por decirlo…—Tienes razón, Tula, perdóname.—Sí, una vez más, porque tú eres así. Yo no espío, pero tampoco oculto nunca nada. Vi la carta.—Ya lo sé; ya lo sé…—He visto la carta y la esperaba.—Y bien, ¿qué te parece de Ramiro?—No le conozco.—Pero no hace falta conocer a un hombre para decir lo que le parece a una de él.—A mí, sí.—Pero lo que se ve, lo que está a la vista…—Ni de eso puedo juzgar sin conocerle.—¿Es que no tienes ojos en la cara?—Acaso no los tenga así…; ya sabes que soy corta de vista.—¡Pretextos! Pues mira, chica, es un guapo mozo.—Así parece.—Y simpático.—Con que te lo sea a ti, basta.—¿Pero es que crees que le he dicho ya que sí?—Sé que se lo dirás al cabo, y basta.—No importa; hay que hacerle esperar y hasta rabiar un poco…—¿Para qué?—Hay que hacerse valer.—Así no te haces valer, Rosa; y ese coqueteo es cosa muy fea.—De modo que tú…—A mí no se me ha dirigido.—¿Y si se hubiera dirigido a ti?—No sirve preguntar cosas sin sustancia.—Pero tú, si a ti se te dirige, ¿qué le habrías contestado?—Yo no he dicho que me parece un guapo mozo y que es simpático, y por eso me habría puesto a estudiarle…—Y entretanto se iba a otra…—Es lo más probable.—Pues así, hija, ya puedes prepararte…—Sí, a ser tía.—¿Cómo tía?—Tía de tus hijos, Rosa.—¡Eh, qué cosas tienes! —y se le quebró la voz.—Vamos, Rosita, no te pongas así, y perdóname —le dijo dándole un beso.—Pero si vuelves…—¡No, no volveré!—Y bien, ¿qué le digo?—¡Dile que sí!—Pero pensará que soy demasiado fácil…—¡Entonces dile que no!—Pero es que…—Sí, que te parece un guapo mozo y simpático. Dile, pues, que sí y no andes con más coqueterías, que eso es feo. Dile que sí. Después de todo, no es fácil que se te presente mejor partido. Ramiro está muy bien, es hijo solo.—Yo no he hablado de eso.—Pero yo hablo de ello, Rosa, y es igual.—¿Y no dirán, Tula, que tengo ganas de novio?—Y dirán bien.—¿Otra vez, Tula?—Y ciento. Tienes ganas de novio y es natural que las tengas. ¿Para qué si no te hizo Dios tan guapa?—¡Guasitas no!—Ya sabes que yo no me guaseo. 


Conversación en La Catedral * Vargas Llosa


Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la plaza San Martín. Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución. Ve una larga cola en el paradero de los colectivos a Miraflores, cruza la plaza y ahí está Norwin, hola hermano, en una mesa del bar Zela, siéntate Zavalita, manoseando un chilcano y haciéndose lustrar los zapatos, le invitaba un trago. No parece borracho todavía y Santiago se sienta, indica al lustrabotas que también le lustre los zapatos a él. Listo jefe, ahorita jefe, se los dejaría como espejos, jefe. —Siglos que no se te ve, señor editorialista —dice Norwin—. ¿Estás más contento en la página editorial que en locales. —Se trabaja menos —alza los hombros, a lo mejor había sido ese día que el director lo llamó, pide una Cristal helada, ¿quería reemplazar a Orgambide, Zavalita?, él había estado en la universidad y podría escribir editoriales ¿no, Zavalita? Piensa: ahí me jodí. Vengo temprano, me dan mi tema, me tapo la nariz y en dos o tres horas, listo, jalo la cadena y ya está. 

El Informe * Zafra

Pensé que otros estaban así, como yo, viviendo sin saber que tienen vida; que, acelerados mirando el teclado, o las baldosas cuando caminamos rápido, sin pasear, nos habrían robado los balcones con buches de paloma y todo lo que alza y antes mirábamos pareciendo no mirar nada; que el horizonte solo existía si algún humano se ponía en medio y pulsaba un botón para congelar su propia imagen con fondo crepuscular; que la mesa ya no era interfaz de conversaciones pausadas y sin móvil; que todo necesitaba teclas, micrófonos, teclas y dedos. Pensé que la razón de todo esto brillaba demasiado como para ser La razón, que era excesivamente obvia y debía haber algo más, pero de no ser la única debía tenerse en cuenta: nos han matado el tiempo. Lo han dejado sangrando aún caliente y fluyendo como sombra pegada a nuestro cuerpo. Y, muerto el tiempo, trabajamos porque parece que vivimos, pero trabajamos o preparamos ínfimos pero trabajos, o soñamos con el trabajo, o empleamos unos días para sentir que descansamos del trabajo, o buscamos trabajo, pero no vivimos. ¿Será la razón de este cansancio por la que con frecuencia nos falta el aire y nos medimos el pulso para aparentar que estamos bien mientras seguimos trabajando? Quizá miramos hacia abajo porque cargamos con los cadáveres de nuestros tiempos perdidos como si fueran parte del sujeto drenado que se hila a nuestros pies, blando y amoldándose a nuestra sombra. Con ese tiempo se han ido tantos días en los que podría afirmar que no actué sino como una autómata y fingido como una humana que es terrorífica a golpe de vistas los otros lo hayan pasado por alto, porque también a mí me ocurre con ellos. Para provocar un desvío en este bucle he tenido que alejarme cuanto he podido de mi casa, esperando que el sol infernal de un verano amplificado en un planeta enfermo quemara por dentro la piel de mi habitación, porque también mi casa ha sido usurpada por lo que se apropia del tiempo. Mi sensación es de haber escapado hacia abajo, abriendo un túnel y escarbando. He levantado la cabeza en el lugar más lejano al que he podido llegar, porque si seguía allí, en mis trabajos y rutinas diarias, habría enfermado más y me habría resultado imposible salir de la inercia productiva. Aquí he precisado encontrar un lugar tranquilo para despistar el tiempo caído en combate, quizá azulándose lentamente como quien enferma y de pronto habita ya solo en lo horizontal. Porque el tiempo que me han matado, o que con seguridad alguien me acusará de haber aniquilado yo misma, era un tiempo cargado de posibilidades para mí y para otros. Lo afirmo, pues en cada tiempo vivido realmente he podido compartir y construir cosas, incluso he experimentado hacer cosas «con sentido». Y yo quisiera hacer un hueco que ha muerto una tumba y la concentración que toda pérdida merece, pero, ante todo, la posibilidad de frenar esta aniquilación de lo que fluye. Quisiera creer que es posible recuperar mis tiempos limpios, garantizar que en lo efímero de la vida vivo, hacerlo de manera consciente, sin sortear la dificultad que supone, recuperando la pausa del rito de quien precisa despedirse y enterrar, porque en esa despedida algo termina y algo empieza. Algo que paradójicamente desearía como un «nada que hacer». Un nada que pudiera rejustar este vivir, de este poder tomar partido en lo que está pasando. He buscado un banco poco transitado en Holland Park, esquinado y rodeado de árboles y arbustos como zarzas, robles y castaños que hacen de cueva y con más simetría de lo esperable para un espacio natural. Veo en este rincón anacronismos que con seguridad gustarían a mi tiempo muerto. Aquí la tierra es casi barro por las lluvias constantes y no ha sido fácil excavar con las botas un hoyo de treinta centímetros. Al terminar, las botas casi se me han caído de los pies por el peso del barro y del cadáver del tiempo que llevaba demasiado pegado a ellas, incrustado en la suela caliente, penetrando por dos agujeros en la planta de mis pies. Lo he liberado con muchísima pena pero también con alivio, como si estuviera amputándome la expectativa concentrada de lo que pudo haber sido. Al desprenderlo ha dejado de ser blando y se ha endurecido como un cadáver resignado a serlo. Pobre tiempo. Lo he depositado con camisa de agua de lluvia y lo he tapado con barro y piedrecitas. He rezado en voz baja un poema por él. Cuando he llegado a la habitación, me parecía que las botas con agujeros por donde el tiempo muerto se derramaba en mi sombra ya no me pertenecían del todo y que traerlas en la maleta y en mi próximo viaje a Zuheros llevarlas al desván de mis padres, donde guardamos la ropa y los objetos de los que se han muerto tapados con sábanas que fueron aire, allí que las ventanas como agujeros de cueva siempre están abiertas. En la habitación voy descalza para poder brotar tiempos nuevos rebeldes frente a la culpa y la presión, pero he precisado una cura complicada para alguien incapaz de verse las heridas de los pies y que solo puede curar tocando con las yemas de los dedos, lamidas y sensibles con la carne propia. Bien pensado, si la imposibilidad de controlar mis tiempos me ha convertido en un ser mecánico o bovino, mis pies habrían precisado las curas que los veterinarios hacen de las pezuñas de vacas u ovejas, como si la pata fuera materia no viva hasta llegar a la infección que señala lo que está dañado y supura. Porque recuperar el tiempo es solo parte visible y externa de este daño que esconde una preocupante desafección con lo que hago, con lo que hacemos, como esa infección más escondida de las patas expuestas y heridas de estos rumiantes. Y cojeamos, y cojeamos, sintiéndonos dominados por las rutinas de un hacer por defecto. Pero ¿de qué manera una frenética vida-trabajo deja de sentirse vida? ¿De qué manera dejamos de sentirnos responsables de un hacer, nos desvinculamos del compromiso para que ese trabajar-hacer tenga valor y sentido para una misma y para los demás? Y no me refiero solamente al predominante valor del beneficio económico y la utilidad, sino a lo que, siendo aparentemente inútil para una vida materialista, conlleva sacudida e intensidad de espíritu, conciencia y cultura, lo que evita que una sociedad enferme y pierda el sentido, lo que, casi inefable, no es centellea y reconcilia con la vida. En gran medida aquí habita el trabajo con las palabras que reivindico, porque amo la vida y escribo, porque pienso en lo que supone trabajar y vivir y, necesariamente, disiento.

Mil Cosas * Tallón

El viejo Mitsubishi Lancer marca treinta y seis grados de temperatura a las diez en punto, justo cuando Travis enfila la calle Doctor Fleming en tercera. Suena The White Stripes a todo volumen. Ya no es exactamente de día, pero no se ha formado todavía la noche. Es la hora hipotética. No se ve el sol en el horizonte, aunque queda su eco, asfixiando a la metrópoli de calor. Dentro del vehículo repiquetean muchos ruidos distintos, roncos, finos, crujientes, fantasmas, que proceden de no se sabe qué piezas y rincones. No funciona desde hace una semana el aire acondicionado y en el habitáculo se respira un calor enlatado. Es un calor dentro de otro calor, más enfermizo cuanto más interior. Deja de acelerar, pisa el embrague, toca levemente el freno y se sube a la acera con un volantazo. Ni reduce a segunda. El coche da un brinco, como el corcovo de un caballo de rodeo, que despierta nuevos ruidos; parece que vaya a desarmarse, y cuando se estabiliza, Travis frena fuerte, porque más o menos hay un banco y en el banco una mujer de unos cincuenta años sentada, con las piernas muy abiertas, mirando al cielo, al lado de una bolsa de plástico, en la que pone Modas Rossy. La mujer gira despacio la cabeza. Queda a la vista que le sobra un diente, un hueco señalando por la presencia del Mitsubishi Lancer. Travis tira del freno de mano con fuerza. Suena como un trueno lejano, solo que cerca, justo a su lado. Su mujer siempre le ha dicho que esa violencia de arrancar de cuajo, y por ahí empezará de nuevo, pieza a pieza el coche, en un efecto dominó al final del cual no quedará nada en pie salvo el motor, Travis y el asiento. No saca las llaves del contacto. Una maniobra implica un tiempo precioso para el que no puede gastar. Desciende a toda prisa. Una ola de calor abrasante se cierne sobre él con una violencia impensada. No vigila si vienen otros vehículos y cruza los cuatro carriles hasta la acera de enfrente corriendo. Cuando llega, la farmacia Rocamador cierra la verja. Mira el reloj. Suda y el sudor parece fiebre. Deja una bala un gota desde la frente hasta casi la boca. Deja un surco brillante. Se le derrite la vida entre las manos. Las cosas estranguladas por los treinta y seis grados de temperatura. No puede creer lo que está pasando: no llega a tiempo por un minuto. Un asqueroso, pobre, patético minuto. Pero qué hijos de puta, masculla, cómo puede un negocio así cerrar con semejante puntualidad. ¿Es que somos suizos? No obstante, recuerda que si ese semáforo en rojo, habría llegado a tiempo; si no se hubiese detenido a lavarse las manos antes de abandonar el trabajo, también; o si no hubiese cedido la entrada de la rotonda a un par de coches que venían despacio. Pero perdió un minuto en algún momento del día, quizá en varios, y ahora tiene que buscar una farmacia de guardia para hacerse con pañales y no tiene ni idea de cuáles están abiertas. No necesitaría pañales desesperadamente si la última vez que compró hubiese cogido cuatro paquetes en lugar de tres. Decisiones insignificantes que se complican cuando se pierden de vista, por el efecto de la mala suerte, y al cabo del tiempo acaban por ocasionar molestias enormes. Las cosas pequeñas que antes eran nada, y de golpe se vuelven notables. Es la historia de casi todas las vidas. Cuando te das cuenta de que un menudo y pequeño cambio no se conforma con ser eso, modesto y solitario, es tarde y ya solo te queda hacerlo a un lado para que no te pase por encima una tromba de vicisitudes. Piensa en esto mientras entra en el coche y busca en Google la farmacia de guardia más próxima. La mujer del banco sigue en la misma posición. No se sabe a dónde mira. Suele a todo lo atravesado con su mirada la vuelta al mundo y regresan al lugar original. Pero qué pinta ahí, se dice Travis, con el calor que hace. Ojalá le importase una jota lo que tiene delante de las narices, pero nunca lo consigue. Se baja del coche. —Disculpe, señora. ¿Se encuentra bien? Hace mucho calor. Se va a derretir. ¿No estaría mejor en casa? Le viene a la cabeza la cifra de veintitrés muertos que ha dejado ya la ola de calor. La mujer se vuelve. —¿Dónde estoy? —¿Dónde está? ¿Cómo que dónde está? —La calle, hombre, la calle. Travis duda, pero dice el nombre de la ciudad. —Ah, magnífico. Calle Doctor Fleming. Pero ¿entonces está bien, no necesita ayuda? ¿Le traigo una botella de agua? Con un solo gesto la mujer le pide que se vaya, que no la importune, que no le gustan los desconocidos, que tengan muy buenos modales y se preocupen de los demás, o no se figura Travis. En el fondo, el gesto es un incordio para una mujer que está a su aire y que está encantada de tumbarse en la calle, como un perro que busca la sombra. Entra en el coche de nuevo. Si el coche sonase menos, si no hubiese ido a arreglarle el aire, si Travis no temiera la hora máxima, y ya solo por eso no lo encendería, no pondría música, no pensaría, no pensaría mejor. Piensa que la vida le está pasando todos los días. Pero de semanas, que llega tarde y mal a todo, pero de semanas. Y no hinca en excepciones, porque si lo hicieran una, después tendrían que hacer otra, y otra, y otra, y al final lo raro sería cerrar para ir a dormir. Travis les hace un corte de manga cuando no lo ven, y se vuelve y ve dónde ha venido. Mira el reloj. Las diez y dos minutos. 

El contrabando ejemplar * Maurette



Pensé que otros estaban así, como yo, viviendo sin saber que tienen vida; que, acelerados mirando el teclado, o las baldosas cuando caminamos rápido, sin pasear, nos habrían robado los balcones con buches de paloma y todo lo que alza y antes mirábamos pareciendo no mirar nada; que el horizonte solo existía si algún humano se ponía en medio y pulsaba un botón para congelar su propia imagen con fondo crepuscular; que la mesa ya no era interfaz de conversaciones pausadas y sin móvil; que todo necesitaba teclas, micrófonos, teclas y dedos. Pensé que la razón de todo esto brillaba demasiado como para ser La razón, que era excesivamente obvia y debía haber algo más, pero de no ser la única debía tenerse en cuenta: nos han matado el tiempo. Lo han dejado sangrando aún caliente y fluyendo como sombra pegada a nuestro cuerpo. Y, muerto el tiempo, trabajamos porque parece que vivimos, pero trabajamos o preparamos ínfimos pero trabajos, o soñamos con el trabajo, o empleamos unos días para sentir que descansamos del trabajo, o buscamos trabajo, pero no vivimos. ¿Será la razón de este cansancio por la que con frecuencia nos falta el aire y nos medimos el pulso para aparentar que estamos bien mientras seguimos trabajando? Quizá miramos hacia abajo porque cargamos con los cadáveres de nuestros tiempos perdidos como si fueran parte del sujeto drenado que se hila a nuestros pies, blando y amoldándose a nuestra sombra. Con ese tiempo se han ido tantos días en los que podría afirmar que no actué sino como una autómata y fingido como una humana que es terrorífica a golpe de vistas los otros lo hayan pasado por alto, porque también a mí me ocurre con ellos. Para provocar un desvío en este bucle he tenido que alejarme cuanto he podido de mi casa, esperando que el sol infernal de un verano amplificado en un planeta enfermo quemara por dentro la piel de mi habitación, porque también mi casa ha sido usurpada por lo que se apropia del tiempo. Mi sensación es de haber escapado hacia abajo, abriendo un túnel y escarbando. He levantado la cabeza en el lugar más lejano al que he podido llegar, porque si seguía allí, en mis trabajos y rutinas diarias, habría enfermado más y me habría resultado imposible salir de la inercia productiva. Aquí he precisado encontrar un lugar tranquilo para despistar el tiempo caído en combate, quizá azulándose lentamente como quien enferma y de pronto habita ya solo en lo horizontal. Porque el tiempo que me han matado, o que con seguridad alguien me acusará de haber aniquilado yo misma, era un tiempo cargado de posibilidades para mí y para otros. Lo afirmo, pues en cada tiempo vivido realmente he podido compartir y construir cosas, incluso he experimentado hacer cosas «con sentido». Y yo quisiera hacer un hueco que ha muerto una tumba y la concentración que toda pérdida merece, pero, ante todo, la posibilidad de frenar esta aniquilación de lo que fluye. Quisiera creer que es posible recuperar mis tiempos limpios, garantizar que en lo efímero de la vida vivo, hacerlo de manera consciente, sin sortear la dificultad que supone, recuperando la pausa del rito de quien precisa despedirse y enterrar, porque en esa despedida algo termina y algo empieza. Algo que paradójicamente desearía como un «nada que hacer». Un nada que pudiera rejustar este vivir, de este poder tomar partido en lo que está pasando. He buscado un banco poco transitado en Holland Park, esquinado y rodeado de árboles y arbustos como zarzas, robles y castaños que hacen de cueva y con más simetría de lo esperable para un espacio natural. Veo en este rincón anacronismos que con seguridad gustarían a mi tiempo muerto. Aquí la tierra es casi barro por las lluvias constantes y no ha sido fácil excavar con las botas un hoyo de treinta centímetros. Al terminar, las botas casi se me han caído de los pies por el peso del barro y del cadáver del tiempo que llevaba demasiado pegado a ellas, incrustado en la suela caliente, penetrando por dos agujeros en la planta de mis pies. Lo he liberado con muchísima pena pero también con alivio, como si estuviera amputándome la expectativa concentrada de lo que pudo haber sido. Al desprenderlo ha dejado de ser blando y se ha endurecido como un cadáver resignado a serlo. Pobre tiempo. Lo he depositado con camisa de agua de lluvia y lo he tapado con barro y piedrecitas. He rezado en voz baja un poema por él. Cuando he llegado a la habitación, me parecía que las botas con agujeros por donde el tiempo muerto se derramaba en mi sombra ya no me pertenecían del todo y que traerlas en la maleta y en mi próximo viaje a Zuheros llevarlas al desván de mis padres, donde guardamos la ropa y los objetos de los que se han muerto tapados con sábanas que fueron aire, allí que las ventanas como agujeros de cueva siempre están abiertas. En la habitación voy descalza para poder brotar tiempos nuevos rebeldes frente a la culpa y la presión, pero he precisado una cura complicada para alguien incapaz de verse las heridas de los pies y que solo puede curar tocando con las yemas de los dedos, lamidas y sensibles con la carne propia. Bien pensado, si la imposibilidad de controlar mis tiempos me ha convertido en un ser mecánico o bovino, mis pies habrían precisado las curas que los veterinarios hacen de las pezuñas de vacas u ovejas, como si la pata fuera materia no viva hasta llegar a la infección que señala lo que está dañado y supura. Porque recuperar el tiempo es solo parte visible y externa de este daño que esconde una preocupante desafección con lo que hago, con lo que hacemos, como esa infección más escondida de las patas expuestas y heridas de estos rumiantes. Y cojeamos, y cojeamos, sintiéndonos dominados por las rutinas de un hacer por defecto. Pero ¿de qué manera una frenética vida-trabajo deja de sentirse vida? ¿De qué manera dejamos de sentirnos responsables de un hacer, nos desvinculamos del compromiso para que ese trabajar-hacer tenga valor y sentido para una misma y para los demás? Y no me refiero solamente al predominante valor del beneficio económico y la utilidad, sino a lo que, siendo aparentemente inútil para una vida materialista, conlleva sacudida e intensidad de espíritu, conciencia y cultura, lo que evita que una sociedad enferme y pierda el sentido, lo que, casi inefable, no es centellea y reconcilia con la vida. En gran medida aquí habita el trabajo con las palabras que reivindico, porque amo la vida y escribo, porque pienso en lo que supone trabajar y vivir y, necesariamente, disiento.

Pacífico * Garriga Vela

El día 2 de julio de 1961, mientras mi hermano y yo hacíamos la Primera Comunión, Ernest Hemingway se disparaba un tiro en la boca. Aquella misma noche, al llegar a casa, Fernando Nogueira nos dio la noticia. El amigo americano que había conocido en la guerra acababa de sufrir un accidente cuando limpiaba una escopeta de doble cañón. Los cartuchos le habían reventado la cabeza. Nosotros recibíamos a Dios con la boca abierta y él se introducía el frío acero de la escopeta de caza hasta el paladar. Luego cerramos los ojos y vimos el cielo. No sé qué vería Hemingway. Nadie sabe lo que ven los suicidas en el instante justo de matarse. Ni lo que ven los muertos. Estaba amaneciendo cuando apretó el gatillo contra el enemigo que lo acorralaba dentro. Al día siguiente salió la noticia en los periódicos. Sólo el diario local, donde trabajaba el señor Nogueira, hablaba de mi hermano y de mí en la sección destinada a los ecos de sociedad. En la foto aparecíamos vestidos de frailes. La túnica blanca, el crucifijo de madera colgado sobre el pecho y las palmas de las manos unidas; como si estuviéramos rezando por el alma del escritor que había decidido condenarse el mismo día en que nosotros emprendíamos el largo y tortuoso camino hacia la salvación eterna. Hasta entonces, yo había querido ser santo; pero después de ver el caso que nos hacían en el periódico decidí ser escritor y matarme. Ésa era la manera de alcanzar la gloria sin tener que llevar una existencia plagada de renuncias y sacrificios. Las fotos que ilustraban las páginas mostraban a Hemingway en los toros con una camisa blanca y un pañuelo anudado al cuello. Hemingway al volante de una ambulancia de la Cruz Roja. Hemingway de safari por África. Hemingway en Finca Vigía, en Cuba, jugando con los perros y los gatos en la cocina el mismo día en que le comunicaron la concesión del Premio Nobel. Fue la mañana del 28 de octubre de 1954. Hemingway no viajó a Estocolmo. A los periodistas que lo esperaban en la puerta de la finca les anunció que iba a donar la medalla de la academia sueca a la Virgen de la Caridad del Cobre y que emplearía el dinero del premio en pagar sus deudas e invitar a los amigos del bar Floridita. Hemingway oyó por la radio, desde su barco Pilar, el mensaje que había enviado a Suecia. Mi madre se llamaba como la patrona de Cuba. A la misma hora en que una voz desconocida leía el breve discurso de Ernest Hemingway en Estocolmo, ella me traía al mundo en una clínica con el mismo nombre que el barco del escritor norteamericano. Siete años después de aquel día apenas nadie de mi familia se fijó en la foto que había sobre las cabezas de aquellos dos ángeles caídos que recibían la Primera Comunión en el periódico. Una foto en la que Hemingway aparecía escribiendo en un cuaderno apoyado sobre una sencilla mesa de madera. No se distinguía bien si estaba en la habitación de un hotel, en el interior de una tienda de campaña en mitad de la selva o en la retaguardia de alguna de las guerras en las que intervino como enfermero o corresponsal. Allí posaba el escritor con la mirada fija en el papel y abstraído de todo lo que le rodeaba. La barba blanca y la expresión pacífica. Si no fuera por las gafas y el cigarrillo que se consumía en un extremo de la mesa, junto al tintero y el vaso de ron, podría pasar por un hombre santo. Pero los santos no fumaban. No llevaban gafas. No bebían alcohol. No escribían historias en mangas de camisa. Y, sobre todo, los santos no se mataban. Fernando Nogueira decía que este mundo no era de los santos ni de los sabios. Mi hermano se hizo famoso después de que pasaran más de veinte años de aquel día en el que ambos parecíamos levitar por la página del periódico intentando alcanzar la gloria de Hemingway. Él también consiguió aparecer en la prensa, igual que los escritores que se suicidan. Sin embargo, mi hermano conquistó la fama sin escribir una sola línea, sin participar en ninguna guerra, sin hacer nada. La vida lo puso a prueba: le arrebató a las personas que más amaba, le confiscó sus bienes y lo recluyó en la cárcel acusado de abusar sexualmente de su hija de quince meses. Cuando sucedió todo esto, él acababa de cumplir treinta años y atravesaba la época más feliz de su vida. A pesar de la fatalidad, mi hermano no fue presa de la desesperación. Tras oír la condena permaneció impasible y aceptó resignado la desgracia. El silencio y la sumisión que mostró durante el transcurso del juicio influyeron de manera decisiva en que la mayoría del público que estaba presente en la sala lo creyera culpable. Cualquiera en su lugar hubiera defendido a gritos su inocencia. Nadie pensó que la gravedad de los hechos había impactado en su alma con tal violencia que le dejó sin fuerza para defenderse y quedar a salvo del repugnante delito que le imputaban. Se quedó paralizado. Los pensamientos eran un alud de piedras que le sepultaban el cerebro. Mi hermano reaccionó igual que si le hubieran descargado ciento treinta voltios de electricidad en la masa encefálica, como los electroshocks que le aplicaron a Hemingway y que le impidieron seguir escribiendo. El silencio de mi hermano guardaba relación con el silencio del escritor poco antes de suicidarse aquella madrugada lejana del 2 de julio de 1961, cuando se asomó a la ventana de su casa de Ketchum, Idaho, y vio amanecer en el momento en que nosotros nos arrodillábamos para recibir el cuerpo y la sangre de Cristo. Yo imaginaba a mi hermano contemplando la primera luz del día a través de la ventana de la celda. Lo imaginaba recordando nuestra Primera Comunión y esbozando una amarga sonrisa al pensar en las cosas que los hombres son capaces de hacer para desviar la atención de la parca y alcanzar la inmortalidad. Mi hermano fue expulsado del paraíso. Pero su castigo no comenzó tras la sentencia del juez, ni con su entrada en prisión, sino mucho tiempo antes. Él siempre había afrontado la vida con la resignación de quien ha de cumplir cadena perpetua. Le pasaba igual que a Ernest Hemingway, que había muerto demasiadas veces para preocuparse por cuestiones mundanas. Mi hermano se llamaba Sebastián y era la encarnación de la paciencia.

El alma del controlador aéreo * Justo Navarro



Entonces volví a la ciudad a la que no volveré. No volveré, había dicho otras veces, y otra vez pasé la Fuente del Triunfo y entré en la Gran Vía de Colón y dejé atrás la casa de mi padre. Había llegado a una ciudad vacía: sólo vi a un único individuo en la puerta de la Delegación del Gobierno, un policía al sol de julio a las tres y media, extrañado de que yo apareciera allí, en el pasado, o en una ciudad donde aún no había ocurrido nada, sin habitantes ni historias. Si ahora alargara la mano, no podría tocar las cosas como toco el volante y la palanca de cambios de mi coche. Entré en la Gran Vía de Colón y vi la piedra y las verjas del Instituto Nacional de Enseñanza Media Padre Suárez: lo que ya veo más, no veré más con los mismos ojos. En el JP2, padre Juárez estudió siete días y la última vez que lo pisé, en los turnos del 1973, salí por una ventana: no quiero pasar por el control que la policía ha puesto en la puerta. En Madrid acaban de volar por los aires al almirante Carrero Blanco, quince meses atrás, el 21 de septiembre de 1972, estoy con cien concursantes en un aula, el día que fui subcampeón en el torneo de mecanografía y vi la cara de Dominique y la nuca de mi primo: una cara mira hacia mí y otra mira hacia el fondo del almacén de las escobas. Veo piernas y brazos entrelazados, un animal bicífalo en el cuarto de la leña y las escobas y los cubos del Instituto Padre Suárez.

Fue un mensaje en el contestador automático, dígamos que recibido a las 9 horas y 36 minutos, no me acuerdo; sí me acuerdo de que había trabajado en el turno de noche, del mes de muchos vuelos. Entonces de la mañana, en julio, las naves pueden mezclarse. (Espacios. Los mensales. La separación. Break Break, decimos para marcar la separación. Mensajes transmitidos a distintas aeronaves). Y yo prefiero, entre el radar y la torre, estar en el radar, porque en la cueva del radar siempre existe la misma luz punzó y en la pantalla circular y verde, aviones que aterrizan y despegan. Un avión es un punto y tres cifras, una voz en mi oído (y muchas voces: Separación Separación, Break Break) entre cortinas, sólo el teléfono y la pantalla, verde del radar, a la hora de Greenwich y no a la hora de mi reloj, que muchas veces me sitúa, en otro mundo para mí, a los que a veces me oyen hablar en una lengua que tampoco es la mía, y que a mí me ayudaría a llegar y partir, otro me sustituirá y los aviones seguirán aterrizando y despegando, y cuanto más haya mayor será la tensión y la seguridad, porque está probado que los errores se multiplican en los minutos muertos de relevo en la Torre de Control y en las horas de poco tráfico. La voz parece menos mía cuantos más son los vuelos y más son en el auricular las voces de los que aterrizan y despegan. O en el contestador de mi casa la voz de mi madre. Llevo casi un año sin oír esa voz, que ahora dice que mi primo Eduardo, que juraba no haber sentido jamás dolor físico ni haber sufrido nunca un accidente de tráfico, Eduardo Alibrandi, el único hijo vivo del único hermano de mi padre, se mató en un coche, ayer, 7 de julio de 1999, miércoles. El entierro será esta tarde, a las seis, en Granada. No sé si es dolor este estremecimiento, o si es sólo cansancio, de la noche de doce horas en la Torre y la Cueva de Control: la inesperada y repentina muerte de mi primo no me parece un desastre accidental, sino una determinación del muerto, una decisión rápida y rotunda. Toda su vida fue una serie de decisiones rápidas y rotundas. Pero sé poco de la vida de mi primo: casi todo lo que sé de la vida de mi primo es mi vida, más que la vida de mi primo. Sé poco de mi familia, nada sé de los tres hermanos de mi madre que aún viven, nada sé de sus hijos, no sé si sus hijos tienen hijos. Nada saben ellos de mí, o eso creo. ¿Cómo puedes saber lo que los demás saben de ti?

Un día de estos * GG Márquez



El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa, rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedalando en la fresa incluso cuando no se servía de ella. Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. —Papá. —Qué. —Dice el alcalde que si le sacas una muela. —Dile que no estoy aquí. Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. —Dice que sí estás porque te está oyendo. El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: —Mejor. Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. —Papá. —Qué. —Aún no había cambiado de expresión. —Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro. Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver. —Bueno —dijo—. Dile que venga a pegármelo. Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: —Siéntese. —Buenos días —dijo el alcalde. —Buenos —dijo el dentista. Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca. Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos. —Tiene que ser sin anestesia —dijo. —¿Por qué? —Porque tiene un absceso. El alcalde lo miró a los ojos. —Está bien —dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa el instrumento, sacó de la cacerola con los instrumentos hervidos y los secó al golpear una pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista. Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amargura tensa, dijo: —Aquí nos paga veinte muertos, teniente. El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinando sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio. —Séquese las lágrimas —dijo. El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el ciclorros desbordado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. —Acuéstese —dijo— y haga buches de agua de sal. El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. —Me pasa la cuenta —dijo. —¿A usted o al municipio? El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica: —Es la misma vaina.

Los Combatientes * Morales

Hemos tenido un bolo en un pueblo de Portugal que se llama Covilhá y que se pronuncia Covillá. Deliberadamente la compañía no tiene nombre. Somos el Grupo de Teatro de la Universidad de Granada, así nos anuncian en los carteles. Podríamos llamarnos Gabinete de Teatro, que es como se llamaba el grupo en los ochenta y hasta principios de los noventa; o podría llamarse La Barraca, su nombre original cuando fundó Federico García Lorca el primer grupo de teatro universitario, pero los Lorca tienen registrado el nombre y no lo podemos usar. Ni ganas, por otro lado. En los noventa la universidad se desentendió del teatro. Los miembros del Gabinete fueron dejando de ser universitarios, el grupo se disolvió y no hubo voluntad institucional de renovarlo. Por seguir participando en festivales y encuentros nacionales e internacionales, por aquello de hacer visible la apuesta cultural de la universidad, se siguieron montando obras entre unos cuantos de la facultad de Filosofía y Letras pero sin continuidad real, más por el doble o triple de viajes y gastos pagados que por hacer teatro; y sin ninguna escena en particular. La ciudad llamaba de cuando en cuando al teatro, al teatro evocando Covilhá, Bernardoñ y Pati besándose, y después de haberlo encandilado un poco más los ánimos se calmaban. De eso en los noventa y los dos mil nada. Las obras se hacían, se abandonaban. Nosotros hemos mantenido el nombre burocrático del Grupo de Teatro de la UGR, e incluso nos enfadamos con la gente de allí porque no nos gusta el nombre. Esto nos convierte en un grupo contraperformático: tenemos una marca, un nombre que no nos identifica o que no nos gusta, pero hacemos teatro. Somos una compañía inserta en una institución pública y, sin embargo, actuamos por nuestra cuenta, en penumbra, calificados como inoperantes, pero muy vivos. Y, a nuestra manera, independientes del teatro universitario. Porque como trabajadores del teatro entendemos que la institución ya no nos respalda. Nos lo han dicho suficientes veces desde el decanato: que el teatro es un “extra”, que no entra en la carga docente, ni en la carga investigadora. No se valora. Pero hacemos teatro. Y seguir adelante nos llena. Hemos tenido un pequeño “bolo” en Covilhá, hemos sido invitados por el Festival de Teatro Universitario de la Beira Interior, y como nosotros no contamos con un nombre alterno que nos identifique, nos llamaban “el Teatro Matador”. Los actores sobre el escenario nos decían que al final bajaba la luz y una lámpara de mesita de noche actuaba como péndulo con una luz escarlata. Una de las pocas secuencias aspirada a un divertido entretenimiento más que a un nombre. Desde que entramos al coche para ir hacia Portugal, yo ya pensaba en marcha. Bajé la luz para que retocaran sus maquillajes y comenzamos a divertirnos con algunas improvisaciones en penumbra. Sin más. Se oye un clic y veo al Borja y al Pati besándose. Borja fabrica un sonido de besos escupidos que hace que el coche se desternille de risa. Y yo me río mucho también, recompensando mis noches enteras de montaje. Nuestro último montaje se llama Nombres. Los únicos que nos identifican son nombres propios. Ninguno identificado. No nos gusta la idea de que en una obra nos identifiquemos inequívocamente, que todo quede demasiado obvio para que se repita en la siguiente parte de la obra: Pati, la siguiente, la escena de un forjar para que de repente, ambos se van al suelo y comienza la obra: Pati echará fuera la mano y las bragazas se caen. La actriz que repite la escena de amor en busca de un amor. Y no nos gusta esta vida por lo que es: más espectáculo que otra cosa. Pero nos encanta también. Al final el debate empieza solo porque nos han asignado un espacio escénico en el que los actores se incomodan con las luces de la sala, que es la siguiente parte de la obra: Pati se echa la cena, los chistes sucios de Pati: la primera, no haciendo; la primera, nada lateral; y así, la cabeza asoma, el actor se reconoce, en la mano trae una lámpara de mesita de noche. Y no nos gusta esta vida, pero nos encanta también. A veces recogemos y guardamos un estilo particular y eso nos da un pequeño golpe de identidad. Pero no tenemos lo que la universidad pretendía que tuviésemos. Yo quiero separar lo que hacemos del teatro universitario. Queremos teatro, no un teatro universitario presentable. Esos son más y repiten las escenas por tener “experiencia”. Nosotros no queremos esto. Nosotros actuamos por nuestra cuenta en penumbra. Calificados como inoperantes, pero muy vivos. Y de nuestra manera independientes de otros teatros universitarios. Somos más grupo, colectivo de todos los que nos invitaron a actuar aquí, los que nos conocían. No tener un nombre nos ha facilitado no ser juzgados, y hemos sido “ese grupo”. Nos cuentan y nos comentan cierta extrañeza de todos los que venimos a una tierra tan joven, tan UVA. Nos comentan que no tenemos usos ni aplicamos ese estilo tan propio de sus actores. El escenario estaba en penumbra. Las actrices sobre el escenario estaban en penumbra. Me acerqué a observar dispuestos a la ternura, pero sólo para ver algo: dos chicos habían pasado con una pizza y entendí que los actores se preparaban para hacer la siguiente escena. No nos gusta esta vida por lo que es: un acontecimiento de rutina. A veces al acabarse la pizza, entraba la sombra de un chico y de una chica vestidos de él, vestidos de ella: el chico que llevaba la vestimenta de ella y la actriz con una blusa rota bajándose la camisa. Había un vestido de cena y una chica vestida de ella, trepando la blusa del chico y la otra chica repitiendo una escena de amor, las dos capeadas y en paralelo. Eso se convirtió en un debate en la platea, se convirtió en una escena en cuadro: la actriz recoge su tarragona y comienza a hablar: luz baja. Y el debate empieza sólo porque nos han asignado un lugar extraño, que no se revela si debe haber espectáculo. Habló la actriz: la luz bajó, baja la lámpara, que tiene la cuerda deshilachada. Habla, luz baja, la lámpara deja ver en penumbra a las dos parejas danzando siempre la misma pauta, entrando y saliendo y lanzando risas. La actriz sube y se echa adelante la blusa, pareciera que entra en acción como para dar casar la escena: los dos actores quedaron en la platea. Yo personalmente, igual que Ahmed y DGB, no podía dejar de entender cosas absorbentes en esta situación en la que nos habíamos puesto. Nosotros insultamos al público y nos quedamos satisfechos por haberlo escandalizado un poquito, y sin decir palabra hasta que el debate empezó porque nos habían colocado en un espacio que no conocíamos. La actriz hace como si estuviera siendo estrangulada por otro actor. Un chico era la voz: “¿Qué esperaban?”. No éramos nosotros los que queríamos actuar así. Era el público quien respondía con aplausos de la UGR. Nos estaban juzgando sin habernos dicho qué era lo que nos ofrecían. Ahmed ya se retrepó en la butaca, el actor no habla, la actriz empieza a hablar como para decir algo a alguien que no vemos. Se convierte en un debate insano, pero necesario porque nos ha dado que hablar. Y después email. Pero el debate empezó porque nos han asignado un espacio extraño, que no se revela si debe haber espectáculo. Y se convirtió realmente en una escena sobre las escenas, donde se decía que Borja era el actor de la lámpara; que era verdad: que la lámpara baja y alumbra las abajo: todas las obras eran su intento de encontrar una mirada que era nuestra y su verdad que le acercaba a notar, sin juzgar, no teniendo altavoces, no cambiando las normas del teatro: que aceptábamos ese espacio, pero pedían que nos conozcamos. Ahora que nos insultan de verdad a nosotros, nos quedamos pasivos; nos están imitando, nos están llamando pobres. Irreverentes de percolla, y los borjitos, imposibles adornos sádicos en esta fiesta de la fiesta. Es decir: dos quedábamos, entonces gritábamos sobre mano, ¿no? Ahora que nos insultan de verdad a la cara no van a tener ningún momento cierto en que digan que no intentamos lo que nos gritan, porque si ahora nos gritan que nos tiremos, nosotros el dolo por no haber caído se lo enteramos al cielo. José saltó, nos dio el salto, los dos, al público: “Or los sildentos”, nos han dicho todos al unísono. “¿O qué?”. El burjito nos ha señalizado y provocado. Por de pronto con nuestra presencia somos animación del espectador, del público, y nosotros somos también los que se han caído; nosotros los que se ríen y se escuchan, porque ahí se han anestesiado las normas del espectáculo. Con señales descargadas, al fin y al cabo, la razón del espectador les dice que al saltar es un enterarnos, un provocarse a sí mismos. El pomo había dejado, pero se quedó aquí; se decidió, y se nos hizo que vamos a saltar. Estábamos a no poder más, estamos a lo propio: una impostura del burjismo, subiendo el tono, bajando el tono, hablando de pléy, al mundo. La seriedad entraba, y entró a escena aún: mi callejas, alterad del buen habla; el clima de que todos quieren no es que subamos para hostiarnos a no ser insultan; le gritamos todavía desde abajo: “¿Aquellos sí, también?”. Vacío un momento, reventó la espalda. De poco para arriba un momento que no correspondía, bajó el tono y se interrumpió con la primera piedra. Los siguió por lo mismo con una cuadrada y con la gente que separó por los maldados esos sentimientos más y más. Entonces se marcó con él, cómodo. La fiesta se calmó con una anécdota de violencia. “Llamad a una ambulancia”, ordenó José a los de arriba y a los de abajo.

Wednesday, November 26, 2025

La letra C

 










Urban Grotto * New Dramaturgies






Inserted with calibrated theatricality into the dense historical fabric of Düsseldorf, the new opera house designed by Snøhetta proposes a monolithic and introverted icon whose outer presence evokes a chiselled geological mass, while its ground-level interface unfolds as a glowing, cavernous threshold that welcomes the public through a dramatic interplay of concave glass, warm lighting and tectonic suspension; this architectural gesture transforms the urban façade into an inviting grotto, offering not merely access but a performative transition, a moment of spatial anticipation before entering the cultural ritual of opera, and within, the interior unfolds with sensuous complexity, as the auditorium is sculpted into layered wooden strata that curve like acoustic waves, crafting an environment where sound, body and architecture converge in a choreography of perception; this stage is particularly apt for avant-garde creators such as Angélica Liddell, whose transgressive dramaturgies demand spaces charged with emotional intensity and spatial depth, and in this case, the architectural response is not a neutral frame but a spatial amplifier of the raw human condition, one that reflects and contains the volatile energies of contemporary performance; by integrating street, structure and sensation into a cohesive narrative, Snøhetta’s intervention does not merely house opera, it redefines it as a civic experience, a shared act of listening and witnessing deeply embedded in the material and symbolic textures of Düsseldorf’s urban identity.



 

A Hidden Shelter




In contemporary residential architecture, the intersection of brutalist materiality and organic spontaneity proposes a redefinition of the domestic sphere, one where the visual harshness of exposed concrete is softened and subverted by the ungovernable presence of vegetation, transforming what might be perceived as a bunker-like mass into a contemplative sanctuary; the house depicted in these images exemplifies this tension and harmony, its monolithic façade appearing austere and impenetrable from the street, yet crowned by a wild overgrowth that spills over the rooftop, suggesting that life not only persists but flourishes despite—or precisely because of—the weight and silence of the built form, and in this merging of structure and plant life, the home becomes an urban hideaway, a space of retreat from the noise of public life, where intimacy is not merely preserved but fiercely protected, for the lack of ornament, the absence of overt transparency and the refusal of spectacle suggest a deeper ethic of interiority, of quiet self-containment, wherein the inhabitant claims sovereignty over their own rhythm, distanced from the demands of exposure; the project resonates with the language of defensive architecture, yet inverts its premise: rather than repelling the outsider, it absorbs nature as a protective veil, its green topography acting not just as a camouflage but as an extension of interior sensibility, as seen in the hidden staircase and the quiet courtyard where trees pierce the concrete envelope, mediating light, air and seclusion, thus what first appears as a fortress reveals itself as a vessel for personal autonomy and ecological coexistence, evoking a profound need for shelter that is both physical and emotional—a contemporary ark for uncertain times.


Camouflaged Monolith * Ochre Cliffs


Carved into the ochre cliffs of the Mediterranean terrain, this residence by Mold Architects dissolves the boundary between architecture and geology, presenting itself not as an object on the landscape but as an incision within it, a tectonic gesture of camouflage and permanence that echoes the stratification of the surrounding stone; constructed almost entirely from materials that mimic the chromatic and textural qualities of the site —burnished limestone, terracotta-toned concrete, weathered steel— the house performs as an inhabitable fault line, a crevice that captures views, shade, wind and silence, transforming the harshness of the arid topography into a sanctuary of tactile comfort and visual drama; from the cliffside, only fragments are visible —a shadow, a ledge, a void— rendering the dwelling nearly invisible, its presence announced only by the geometry of its cut and the rhythm of its recesses; internally, spaces are organised as a series of framed scenes, where interior and exterior dissolve in a choreography of stone walls, deep thresholds, and glazed spans that draw the eye across a horizon of sea and rock, while textures underfoot and overhead remind the body of its anchoring in mineral matter; the pool, cantilevered and sharp-edged, becomes both mirador and mirror, extending the house into the abyss with surgical elegance, asserting that luxury need not be ornamental, but can instead emerge from restraint, contextual intelligence and elemental alignment; this is not a house that seeks contrast with its environment, but one that embraces the radical act of disappearing into it, positing a form of architecture where the coolness of water, the stillness of stone and the heat of the sun coexist in calibrated equilibrium.

White Whale * The Myth of Modern Temple




The James-Simon-Galerie in Berlin emerges as an architectural palimpsest where the ambition of modernity dialogues with the echoes of classical grandeur, embodying a contemporary mythopoeia that revives the monumental character of Roman staircases and ancient temples; the imposing staircase acts not merely as circulation but as an experiential threshold, a ceremonial ascent that induces reverence and frames the building as a civic sanctuary rather than a mere museum annex, thus updating the archetype of the urban temple within a radically minimal syntax of slender columns and immaculate stone, evoking both restraint and solemnity; the relationship with the surroundings intensifies this interpretation: flanked by historical facades and museums of imperial legacy, the gallery neither mimics nor contradicts but rather infiltrates the Museum Island ensemble with a new civic mythology, where the scale becomes a device for collective choreography, rendering visitors momentarily insignificant yet existentially elevated as they ascend the bleached stone slope; the architecture of David Chipperfield here aligns with a British ethos of stoic refinement but channels a distinctly Germanic longing for order, clarity and public dignity, blending the neoclassical canon with the rigour of contemporary abstraction; in this case, the colossal staircase does not merely reference the past but re-enacts it, creating an intuitive ritual of encounter between body, stone, and memory, demonstrating that to build in Berlin today is to converse with ruins, ghosts, and utopias alike, crafting spaces that are at once grounded in context and suspended in symbolic gravitas.
(Chipperfield, 2018)