Tuesday, December 2, 2025

Pura pasión * Annie Ernaux


Desde septiembre del año pasado no he hecho más que esperar a un hombre: he estado esperando que me llamara y que viniera a verme. Iba al supermercado, al cine, llevaba la ropa a la lavandería, leía, corregía exámenes, actuaba exactamente igual que antes, pero si no hubiera tenido la costumbre de hacer estas cosas, me habría resultado imposible, salvo a costa de un esfuerzo aterrador. Al hablar es cuando tenía, sobre todo, la impresión de vivir llevada por mi impulso. Las palabras y las frases, hasta la risa, se formaban en mis labios sin la intervención real de la reflexión o la voluntad. Por lo demás, tan solo guardo un vago recuerdo de mis actividades, de las películas que vi, de las personas con las que me relacioné. Todo mi comportamiento era artificial. Los únicos actos en los que actuaba con voluntad y deseo, y algo que debe de ser la inteligencia humana (prever, sopesar los pros y los contras, evaluar las consecuencias), tenían todos alguna relación con ese hombre:

leer en el periódico los artículos sobre su país (él era extranjero),escoger la ropa y el maquillaje, escribirle cartas, cambiar las sábanas de la cama y poner flores en la habitación, apuntar, para no olvidarlo, lo que tenía que decirle la próxima vez que nos viéramos y que pudiera resultarle de interés, comprar whisky, fruta, alimentos varios para la velada que íbamos a pasar juntos, imaginar en qué habitación haríamos el amor en cuanto llegara.

En las conversaciones, los únicos temas que traspasaban mi indiferencia tenían alguna relación con ese hombre, con su empleo, con su país de procedencia o con los sitios a los que había ido. La persona que me estaba hablando no sospechaba que mi interés por sus palabras, de repente intenso, no se debía a su manera de contar lo que me explicaba, y muy poco al tema en sí, sino a que un día, diez años antes de que yo le conociera, A., cumpliendo una misión en La Habana, tal vez hubiera entrado precisamente en aquella sala de fiestas, el Fiorenito, que mi interlocutor, estimulado por mi atención, me describía con todo lujo de detalles. Asimismo, cuando leía, si me detenía en una frase, se debía a que hacía referencia a la relación entre un hombre y una mujer. Me parecía que me enseñaba algo de A. y que confería un significado indudable a lo que yo estaba deseando creer. Así, al leer en Vida y destino de Grossman que “cuando se ama se cierran los ojos al besar”, pensaba que A. me amaba, puesto que me besaba de esta manera. Después, el resto del libro volvía a convertirse en lo que supuso para mí cualquier actividad a lo largo de un año, una manera de pasar el tiempo entre dos citas. Todo mi horizonte se limitaba a la siguiente llamada telefónica para concertar una cita. Procuraba salir lo menos posible al margen de mis obligaciones profesionales —cuyos horarios él conocía—, siempre temerosa de perderme alguna llamada suya durante mi ausencia. Evitaba también utilizar el aspirador o el secador de pelo, pues me habrían impedido oír el timbre del teléfono. Cuando sonaba, me consumía en una esperanza que a menudo apenas duraba el tiempo de descolgar lentamente el auricular y contestar. Al descubrir que no era él, me embargaba tal decepción que cogía manía a la persona que estaba al otro lado de la línea. Pero cuando oía la voz de A., mi espera indefinida, dolorosa, celosa evidentemente, se esfumaba tan deprisa que tenía la impresión de haber estado loca y de recuperar repentinamente la cordura. En el fondo, me asombraba la insignificancia de aquella voz y la desmedida importancia que revestía en mi vida. Si me anunciaba que iba a venir al cabo de una hora —una “oportunidad”, es decir, un pretexto para volver a casa sin despertar las sospechas de su mujer—, yo entraba en otro estado de espera, con la mente en blanco, sin deseo incluso (hasta el punto de llegar a preguntarme si iba a ser capaz de gozar), rebosante de una energía febril aplicada a unas tareas que no conseguía ordenar: tomarme una ducha, sacar unas copas, pintarme un poco, pasar el trapo. Ya no sabía a quién esperaba. Solo me hallaba atrapada en aquel instante —cuya aproximación siempre me ha llenado de un terror indecible— en el que oiría el frenazo del coche, el chasquido de la puerta, sus pasos en el vestíbulo de hormigón. Cuando el intervalo que dejaba pasar desde que me llamaba hasta que me venía a ver era más prolongado, tres o cuatro días, imaginaba con fastidio todas las tareas que iba a tener que cumplir y las cenas de amigos a las que iba a tener que asistir antes de volver a verlo. Me habría gustado no tener nada que hacer salvo esperarlo. Y vivía con la creciente angustia de que surgiera cualquier percance que diera al traste con nuestra cita. Una tarde, mientras volvía en coche a casa y él tenía que llegar media hora después, de pronto se me pasó por la cabeza la posibilidad de verme implicada en un choque. Enseguida pensé: “No sé si me detendría”. Suelo contrapesar un deseo con un accidente provocado por mí o cuya víctima sería yo, con una enfermedad, con algo menos trágico. Una forma bastante cruel de valorar la fuerza de mi deseo —tal vez también de desafiar el destino— consiste en saber si acepto imaginariamente pagar el precio que hay que pagar.