En la barra hay cruasanes bajo la vitrina. Todo sería normal si fueran las nueve de la mañana, pero no, no son las nueve de la mañana, sino las nueve de la noche. Esos cruasanes nadie los pide ni los pedirán hasta mañana, y están ahí, a la vista de todos, respirando el olor de las bravas y del chorizo frito. Los que mañana antes de tirar hacia sus curros se los coman, planchados con su mantequilla o tal cual, con el cafelito en vaso de rigor, no sabrán que esos cruasanes han pasado la noche entera a oscuras al lado de las aceitunas, las que nunca se acaban, y de la bandeja de ensaladilla, a la que ahora van mordiendo su esplendor, en cada ronda, a cucharadas.