su densidad narrativa, centrada en el mundo interior de un hombre maduro atrapado entre la nostalgia, la libido y la rutina burguesa, puede resultar árida para lectores que buscan una trama más dinámica o explícitamente provocadora; sin embargo, su valor reside en la ambigüedad deliberada con que el autor retrata los vínculos afectivos y eróticos, sin caer en caricaturas ni proclamas identitarias, lo que ha llevado a ciertos lectores a percibir una temática queer latente, no necesariamente en términos de orientación sexual, sino como una disidencia emocional y afectiva frente a los modelos convencionales del deseo, ya que el protagonista —un intelectual chileno en decadencia— transita espacios donde lo masculino se vuelve difuso, donde las fronteras entre la admiración, la envidia y la atracción se entrelazan y confunden, particularmente en su relación con jóvenes artistas, lo que puede despertar interpretaciones homoeróticas no declaradas, aunque tampoco negadas, y es precisamente en ese juego entre lo dicho y lo silenciado donde Edwards demuestra su oficio literario, pues no ofrece certezas, sino pliegues narrativos que invitan a una lectura más simbólica y menos literal del erotismo, de la decadencia y del anhelo de trascender el tedio cotidiano, y si bien su estilo puede parecer anacrónico o elitista, también representa un testimonio crítico de las contradicciones de la clase letrada chilena en un mundo que ya no la necesita, por lo que su humor no busca carcajadas, sino un espejo irónico de la autocomplacencia intelectual que Edwards conocía desde dentro.