Este muro de mampostería rústica, compuesto por un entretejido dinámico de bloques pétreos grandes, medianos y menudos, encarna una estética ancestral donde el desorden aparente revela un orden sensible y funcional; cada piedra, lejos de obedecer a una métrica rígida, encuentra su lugar en una coreografía mineral guiada por la intuición del cantero, cuya mano ensambla, gira, prueba y acomoda hasta lograr una trabazón estable y expresiva que no sigue líneas rectas sino relaciones táctiles, visuales y estructurales, una lógica de contacto más que de cálculo, el muro así resulta ser una suerte de rompecabezas orgánico, no exento de técnica, en el que unas 60 piedras por metro cuadrado —entre rocas dominantes y ripio denso— logran un equilibrio material gracias al uso sobrio pero presente del mortero, que no se impone sino que acompaña, adhiriendo sin ocultar; este tipo de construcción no es ciclópea ni refinada, sino intermedia, afirmada por su textura viva, por su peso distribuido sin simetría pero con intención, por su capacidad de narrar el tiempo y el gesto en cada junta; su belleza no reside en la perfección sino en la armonía de la irregularidad, en su potencia táctil, en su capacidad de resistir sin parecer rígido, de contener sin parecer cerrado, de ser muro y a la vez relato, superficie y memoria, cuerpo de piedras que sostienen y evocan a la vez.