Monday, November 17, 2025

La picaresca

Al estudiar la novela picaresca uno de los principales problemas que se plantean es su definición genérico-literaria. ¿Cómo saber si un determinado relato es o no una novela picaresca? ¿Qué criterios sirven para diferenciarla con precisión? ¿Dónde se hallan las fronteras del género? En la actualidad, ya no nos sirven los análisis meramente temáticos que ignoran los recursos formales, como el utilizado por Ángel Valbuena Prat, cuyo concepto demasiado amplio del género le hacía acoger en él un heterogéneo conjunto de narraciones que incluían obras como El diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara, que por su estructura está más emparentado con Los Sueños de Quevedo que con la descendencia del Lazarillo, o autobiografías falsas, en ocasiones muy cómicas, como la jocosa Vida de Diego de Torres Villarroel, además de cuatro relatos ejemplares cervantinos (Rinconete y Cortadillo, La ilustre fregona, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros), ajenos por su contenido, por su sentido y, por ambas cosas a la vez, a la familia de Guzmán de Alfarache. Y es que el parentesco temático por sí solo no sirve para delimitar con precisión un género literario. Desde que viera la luz en el siglo XVI, la picaresca ha pervivido de forma continuada tanto en nuestra literatura como en otros sectores creativos de la cultura. Un ejemplo de ello es la contradictoria y polémica autobiografía de Diego de Torres y Villarroel (arriba y abajo), autor del siglo XVIII cuyas memorias, entre la crítica moralizante y la sátira de la sociedad de su época, se sitúan en lo que recogen la herencia picaresca. La influencia de la picaresca española en la Europa del siglo XVII fue considerable: las principales novelas se tradujeron pronto en Italia, Francia, Inglaterra, Holanda y Alemania. La última novela española, el Estebanillo (1646), transcurre en la Guerra de los Treinta Años, igual que la versión alemana de los Trentipiccinis (1669) de Grimmelshausen, que es, precisamente, más guía al Guzmán de Alfarache. Esa novela española, traducida al inglés por James Mabbe en 1622 y reeditada cinco veces en doce años, lo fue también en Inglaterra, así como el Buscón. Ambas influyeron en una obra tan interesante como Moll Flanders (1722) de Daniel Defoe. Aunque el país donde la picaresca tuvo desde las costas del éxito fue Francia. Allí Lazarillo tuvo entre 1561 y 1678 cinco traducciones distintas y numerosas ediciones, el Guzmán registros dieciocho ediciones de cuatro traductores distintos entre 1600 y 1732, el Buscón alcanzó a lo largo del XVII veinte ediciones con la traducción de La Geneste. Además de la novela francesa Marcos de Obregón, la pícara, la sardinilla, la Desordenada codicia y el Segundo Lazarillo de Tormes, de Luna Nungua, hasta ese momento, la novela española había tenido una difusión sin precedentes y su influencia se extendió, además, a la novela inglesa, a la francesa que más claramente se vinculó a la picaresca: la Histoire de Gil Blas de Santillane (1715, 1724 y 1735) de René Lesage. La descendencia europea de la picaresca española, con todo, perdió por completo el tono original que la inició, carácter de la novela social, de la que partió, por ejemplo a Dickens, Balzac, Galdós, sobre todo el autor de Fortunata y Jacinta, en concreto, no se comprendería su obra sin el naturalismo de Zola. Con todo, quizá el caso más claro de la supervivencia picaresca sea el de La familia de Pascual Duarte (1942), primera novela de nuestro reciente Premio Nobel y obra clave para el desarrollo de la novela española de posguerra. En ella, Pascual, un condenado a muerte, escribe desde la cárcel y en forma de epístola su autobiografía con el fin de justificar sus crímenes. De este modo, autobiografía y epístola, como en el viejo Lazarillo de Tormes, vuelven a dar forma a las memorias de un desarraigado. La picaresca, una vez más, fue un elemento fundamental en el rehacerse de la literatura española.

Los elementos fundamentales que definen la morfología externa de los relatos picarescos son los siguientes: Forma autobiográfica de la narración: El hecho de que el pícaro cuente él mismo su vida y, por tanto, utilice la primera persona, el «yo», para relatar sus peripecias, es sin duda la característica estructural más significativa de la novela picaresca. Ello implica, entre otras cosas, que el antihéroe es, simultáneamente, protagonista y narrador de sus aventuras, lo cual le confiere una inconfundible dualidad como personaje. Hay que admitir, por otra parte, que las narraciones picarescas autobiográficas ficticias, por lo que quizá sería más apropiado denominar pseudobiográficas. Punto de vista único sobre la realidad: A consecuencia de la forma autobiográfica, el pícaro ofrece no sólo su personal visión del mundo. Cuando la novela está bien construida, caso del Lazarillo y del Guzmán, la perspectiva única del relato es consecuencia directa de su muy específica experiencia de la vida. Es entonces cuando este rasgo de la picaresca produce sus mejores hallazgos novelescos, cuando se abre el camino de la novela moderna. En la mayor parte de los epígonos, sin embargo, como es lógico, y con frecuencia, la utilización de la primera persona no responde a una auténtica vivencia, sino que es usada como mero molde estructural, vacío de auténtica coherencia. (Tal es el caso del Buscón de Quevedo, por ejemplo, que a veces dirige su relato a un «señor» y a veces al lector en general.) También en La pícara Justina, que incluso llega a decir que se le olvida el nombre, porque habla desde el punto de vista de una vida con harta frecuencia inventada. Medio diálogo y dialéctica lector/autor: Como el relato autobiográfico suele dirigirse a un «otro» concreto («vuestra merced» o «señor» en el Lazarillo y en el Buscón), ya sea generalizado (el «lector» en el Guzmán de Alfarache y La pícara Justina, por ejemplo); o bien (como sucede ahora), adopta la forma directamente dialogal, como vemos en el Marcos de Obregón, que narra su vida a un ermitaño mientras espera que pasen ocho o nueve años, o en la novela desarrollada en Alonso, mozo de muchos amos, 1624–1626, de Alcalá Yáñez, parece evidente que la autobiografía picaresca es, en realidad, un modo de diálogo implícito, por lo cual el diálogo del receptor establece una suerte de relación dialéctica con el «yo» del pícaro narrador, que constituye, en los mejores casos, una de las claves constructivas y semánticas del género.