Me había sentido feliz de poder ir a aquel establecimiento del horror, ésa era la verdad, era incomprensible que eso sea verdad sea. Una vez en Grafenhof, pensé, tendré tiempo y aire como se dice, según sobre lo demás, en Salzburgo y con los míos no tenía tiempo ni aire. La verdad es que había estado siempre a punto de asfixiarme, mientras estuve en Salzburgo, y en aquel tiempo sólo había tenido un pensamiento, a saber, el pensamiento del suicidio; pero para suicidarme realmente era demasiado cobarde y sentía también demasiada curiosidad por todo, toda mi vida he sido de una curiosidad desvergonzada, eso ha impedido una y otra vez mi suicidio, me hubiera matado mil veces si mi desvergonzada curiosidad no me hubiera mantenido en la superficie terrestre. Nada he admirado más durante toda mi vida que a los suicidas. Me aventajan en todo, había pensado siempre, no valgo nada y me agarro a la vida, aunque sea tan horrible y mediocre, tan repulsiva y vil, tan mezquina y abyecta. En lugar de matarme, acepto toda clase de compromisos repugnantes, hago causa común con todos y cada uno, y me refugio en la falta de carácter como en una piel nauseabunda pero cálida, ¡en una supervivencia lastimosa! Me desprecio por seguir viviendo. Sentado en el tocón, comprendía el absurdo absoluto de mi existencia. Me veía ir al cementerio a ver a mi abuelo y volver, de los planes de viaje de los dos había quedado un montículo de tierra, una habitación vacía al fondo del piso, intactos, los trajes de mi abuelo seguían colgando de la puerta y en el armario, sobre su escritorio seguían estando los papeles con sus notas relativas a su trabajo de escritor, pero también a obligaciones totalmente triviales, como ¡No olvidarme de coser los botones de la camisa! ¡Zapatero! ¡Pintar la puerta del armario! ¡Reñir a Herta (su hija, mi madre) por la leña! ¿Qué significaban ahora aquellos papeles? ¿Tenía que sentarme ahora en el escritorio? No tenía ningún derecho a ello, o ningún derecho todavía, había pensado. Tampoco tenía derecho o ningún derecho todavía a coger libros de la estantería, por ejemplo, Shakespeare, Rey Lear, Dauthendey, poemas, Christian Wagner, poemas, Hölderlin, poemas, Schopenhauer, Parerga y Paralipomena. No me atrevía a tocar nada de la habitación.
Al dirigirme por primera vez a la capilla, en la que se celebraba diariamente una misa, había podido leer una docena de esquelas en las paredes, textos lacónicos sobre los fallecidos en las últimas semanas, los cuales, como pensé, habían recorrido, exactamente como yo, aquellos pasillos altos y fríos. Con sus batas raídas de la posguerra, sus zapatillas de fieltro gastadas y los cuellos de sus camisones sucios, pasaban con sus cuadros de temperaturas bajo el brazo, por delante de mí, uno tras otro, dirigiéndome recelosamente sus miradas, y su meta era la galería de reposo, un mirador de madera semiderruido al aire libre, adosado al edificio principal y que daba sobre el Heukareck, la montaña de dos mil metros de altura que, durante cuatro meses, proyectaba ininterrumpidamente su sombra de kilómetros de longitud sobre el valle de Schwarzwazch situado bajo el sanatorio, valle en el que, en esos cuatro meses, no salía el sol. Qué horror más infame imaginó aquí el Creador, había pensado yo, qué forma más repulsiva de miseria humana. Al pasar, aquellos seres, expulsados indudablemente de forma definitiva de la sociedad humana, repulsivos, miserables y como heridos en un orgullo sagrado, iban desenroscando sus pardas botellas de cristal para escupir y escupían dentro, con una solemnidad nefrítica, extrañan por todas partes, sin vergüenza y con un arte refinado que era sólo suyo, los esputos de sus pulmones carcomidos, escupiéndolos en sus botellas de escupir. Los pasillos estaban llenos de aquel solemne extraer de docenas y docenas de lóbulos pulmonares corroídos y de aquel arrastrar de zapatillas de fieltro por el linóleo embebido en fenol. Se desarrollaba aquí una procesión, que terminaba en la galería de reposo, con una solemnidad como hasta entonces sólo había constatado en los entierros católicos, y cada uno de los participantes en aquella procesión llevaba ante sí su propio ostensorio: la parda botella de cristal para escupir. Cuando el último había llegado a la galería de reposo y se había instalado allí en la larga fila de camas de barrotes oxidados, cuando todos aquellos cuerpos hacía tiempo deformados por la enfermedad, con sus largas narices y sus grandes orejas, con sus largos brazos y sus piernas torcidas, y con su olor penetrante y podrido, se habían envuelto en aquellas mantas gastadas, grises, que olían a humedad y no calentaban ya en absoluto, y las que sólo podía llamar cobertores, reinaba la calma.
Lo que significaba realmente estar enfermo del pulmón, dar positivo, no lo supe hasta más tarde en mi propia carne. Lo creyera o no, era en cualquier caso monstruoso, indigno de un ser humano. Ya antes de ir a Grafenhof, a partir del momento en que supe que tenía que ir a Grafenhof, no me atreví a comunicar ese hecho a nadie, si hubiera dicho que iba a Grafenhof hubiera estado listo ya fuera, es decir, en Salzburgo. Si mis gentes sabían qué significaba realmente Grafenhof no lo sé, no se habían planteado esa pregunta, para eso no tenían tiempo, su atención se centraba en la enfermedad de mi madre, que se había revelado ya como mortal. Sin que yo mismo me lo pudiera explicar totalmente, la palabra Grafenhof la conocía desde la más temprana infancia como palabra aterradora. Era peor ir a Grafenhof que a Stein o Suben o Garsten, los famosos establecimientos penitenciarios. Con un enfermo del pulmón no se tenía trato, se apartaba uno de su camino. Una vez afectada por la enfermedad pulmonar, la víctima hacía bien en ocultar el hecho. También las familias, sin excluir la mía, aislaban, incluso ponían en cuarentena a sus enfermos del pulmón. Pero en mi caso no les era posible concentrarse realmente por completo en mi enfermedad pulmonar, porque el cáncer de matriz de mi madre, que en aquella época había entrado ya en su estado más peligroso, doloroso y maligno, los ocupaba más, como es natural. Mi madre estaba ya desde hacía meses en cama, con dolores que no se podía calmar ya, ni aminorar siquiera, con inyecciones de morfina administradas cada hora y con intervalos muchísimo menores aún. Yo le había dicho que iba a Grafenhof, pero sin duda no se había dado cuenta de lo que eso significaba. Ella sabía ya, cuando me despedí, que moriría en aquella nube, no se podía saber con seguridad si sería medio año o un año entero, tenía un corazón fuerte incluso en aquel tiempo, en que estaba totalmente demarcada y no era más que piel y huesos. Su razón no se nubló por esa enfermedad, la más horrible de todas, ni se nubló hasta el final, que se hizo esperar aún cierto tiempo, aunque todos lo deseábamos con la mayor impaciencia, porque no podíamos ver ya el espectáculo del estado de mi madre, sencillamente no podíamos soportarlo ya. Cuando me despedí de mi madre para ir a Grafenhof, con esa nueva incertidumbre, le había leído algunos de mis poemas.