Allá, donde vivíamos, venía el viento norte. Era un viento de calor que nos cercaba despacio hasta instalarse como un perro hambriento. Cuando nos tenía rodeados, dormíamos unas siestas interminables. Nos despertábamos cuando el sol se iba y el cielo quedaba con un resplandor que seguía levantando el olor de la tierra seca. En una de las vueltas del viento norte, se nos apareció Loprete. Llegó lúgubre, un poco perdido, preguntando por Pepa. Hablaba sin urgencia, pero decidido. Busco a Pepa, dijo, apenas lo vimos entrar al rancho. Lo dijo seco, como si tuviera la boca vacía y se le llenara con eso. Lo miramos extrañados, un poco sorprendidos por su figura concreta en la tarde abrasadora, como si la bruma de polvo que nos envolvía esa tarde lo hubiese materializado para que así de repente preguntara por Pepa. La única Pepa que conocíamos era la hija del viejo Antonio, que vivía en la otra punta del rancho. Sin Antonio no hubiéramos sabido qué hacer, pero al llegar a la mitad del mundo, ya no sostuvo la mirada para dónde íbamos. Fue allí donde conocimos a Loprete. Y a la Pepa que se le había perdido. Más bien se le había ido. El Tano quiso ayudar: lo ayudo a buscarla. Pero Loprete no quería: no puedo esperar, dijo. Y no sé si fueron los calores; salimos todos a buscarla. Pero Pepa no era mujer de perderse de todo. Y el Tano pudo: Loprete desencajado, calmese; calmese. Y el Tano se nos desvaneció. El cuchillo antes de que pudiéramos ponernos de pie. Lo quiso arrancar de un zamarreo. Yo sostenía la lámpara y el Tano vigilaba que el cadáver no tuviera otro ataque de ira. Loprete acabó malherido, y nosotros, sin remedio a mano. Agonizó toda la noche. Lo enterramos al amanecer, detrás del pozo.
