El cura esperaba sentado en un sillón con la cabeza inclinada sobre la casulla de los oficios de réquiem¹. La sacristía olía a incienso. En un rincón había un fajo de ramitas de olivo de las que habían sobrado el Domingo de Ramos. Las hojas estaban muy secas, y parecían de metal. Al pasar cerca, Mosén Millán evitaba rozarlas porque se desprendían y caían al suelo. Iba y venía el monaguillo con su roquete² blanco. La sacristía tenía dos ventanas que daban al pequeño huerto de la abadía³. Llegaban del otro lado los cristales rumores humildes. Alguien barría furiosamente, y se oía la escoba seca contra las piedras, y una voz que llamaba: —María, Marieta. Cerca de la ventana entreabierta un saltamontes atrapado entre las ramitas de un arbusto trataba de escapar, y se agitaba desesperadamente. Más lejos, hacia la plaza, relinchaba un potro. «Ése debe ser —pensó Mosén Millán— el potro de Paco el del Molino, que andaba, como siempre, suelto por el pueblo». El cura seguía pensando que aquel potro, por las calles, era una alusión constante a Paco y al recuerdo de su desdicha. Con los codos en los brazos del sillón y las manos cruzadas sobre la casulla⁵ negra bordada de oro, seguía rezando. Cincuenta y un años repetidos en aquellas oraciones habían creado un automatismo que le permitía poner el pensamiento en otra parte sin dejar de rezar. Y su imaginación vagaba por el pueblo. Esperaba que los parientes del difunto acudirían. Estaba seguro de que irían —no podían menos— tratándose de una misa de réquiem, aunque la decía sin que nadie se la hubiera encargado. También esperaba Mosén Millán que fueran los amigos del difunto. Pero esto hacía dudar al cura. Casi toda la aldea había sido amiga de Paco, menos las dos familias más pudientes: don Valeriano⁶ y don Gumersindo⁷. La tercera familia rica, la del señor Cástulo⁸ Pérez, no era ni amiga ni enemiga. El monaguillo entraba, tomaba una campana que había en un rincón, y sujetando el badajo para que no sonara, iba a salir cuando Mosén Millán le preguntó: —¿Han venido los parientes? —¿Qué parientes? —preguntó a su vez el monaguillo. —No seas bobo. ¿No te acuerdas de Paco el del Molino? —Ah, sí, señor. Pero no se ve a nadie en la iglesia, todavía. El chico salió otra vez al presbiterio⁹ pensando en Paco el del Molino. ¿No había de recordarlo? Lo vio morir, y después de su muerte la gente sacó un romance. El monaguillo sabía algunos trozos: Ahí va Paco el del Molino, que ya ha sido sentenciado, y que llora por su vida camino del camposanto. Eso de llorar no era verdad, porque el monaguillo vio a Paco, y no lloraba. «Lo vi —se decía— con los otros desde el coche del señor Cástulo, y yo llevaba la bolsa con las de extremaunción para que Mosén Millán les pusiera a los muertos el santolio¹⁰ en el pie». El monaguillo iba y venía con el romance de Paco en los dientes.
