Thursday, November 20, 2025

Mi Madre * Soledad Puértolas



Mi madre murió el 26 de enero de 1999. Desde ese día, por necesidad, para no sentirme desbordada por el dolor, he ido escribiendo sobre ella, sobre lo que ha significado su vida y su muerte. No es en absoluto fácil vivir en su ausencia, sin escuchar esa voz cada vez más enronquecida que irrumpía en casa a través del hilo telefónico y que, después de preguntar indefectiblemente, sin fallar ni una sola vez, cómo se encontraban mi marido y mis hijos, se explayaba en quejas. Mi madre que, durante la mayor parte de su vida, jamás se había quejado de nada, al final se quejó. El dolor se impuso y la sobrepasó. Todo le dolía. El cuerpo, y también el alma. Se sentía triste, terriblemente desanimada. Yo colgaba el teléfono con su desconsuelo dentro de mí, pero bien sabía yo que mi pesadumbre no podía compararse con la suya. Mi madre sufría, se estaba extinguiendo. Era perfectamente consciente de su decadencia, de su decrepitud. Y sabía que, por mucho que se quejara, ese camino lo estaba recorriendo sola.

He escrito sobre mi madre, pero sé que no puedo abarcar su vida. Sé, también, que mis sentimientos acerca de su vida y su muerte han ido cambiando, porque el tiempo me ha ido dando nuevas perspectivas desde las que veo a mi madre de forma nueva. Busco verdad y consuelo, busco poder vivir con la ausencia de mi madre, con el dolor que la poseyó y con ese final que en cierto modo yo considero voluntario, sosegado. Vivir sabiendo que nunca conocí del todo a mi madre y que sus motivaciones más profundas le pertenecen exclusivamente a ella. Vivir tratando de lograr que el respeto y el amor se impongan sobre la añoranza. Que mi vida con ella y mi vida sin ella se enlacen. Aceptar el drama, pero no quedarme en él. No sería justo para ninguna de las dos. Ciertamente, cuando se ve tan de cerca la muerte no se puede dejar de sentir que es un drama irresoluble, el horror que inspira la drástica desaparición nos paraliza. Sin embargo, la persona que ha muerto ha emprendido un viaje y nosotros también tenemos que avanzar. Todos viajamos. Viajamos constantemente. Conozcamos o no nuestro objetivo, viajamos. ¿No nos deparará ese viaje futuros encuentros con la persona muerta, nuevas visiones de ella? Ésta es ahora mi sensación. Y también mi propósito. Porque una vez que la sensación me invadió, una vez que fui sacudida por una especie de revelación, decidí partir de allí. Tomé esa decisión porque me pareció lo más justo. No he conocido del todo a mi madre, me dije, no lo he sabido y lo que había detrás de su dolor y de su silencio. Pero tengo que saber ahora lo que hay en esta ausencia. Tengo que comprenderla, apoyó para lo que no conocí y en lo que ella, sin duda, me dio año tras año y día tras día. Tengo que amarla por su amor. Detrás de esta ausencia tengo que encontrar el amor. Durante años, la he observado en ratos de silencio, de lejos. Cuando murió, se agolparon en mi mente las zonas oscuras en su persona, los huecos y carencias que yo había creído intuir en su vida. Mi madre, radicalmente discreta y humilde, siempre optó por la contención. ¿Qué había en esa contención? Me he preguntado desde el día en que murió. Y le lloré hasta el agotamiento. Después de las lágrimas, vino la revelación. Ella estaba allí, dentro de la contención. La forjó ella, Ana María Villanueva Guerrero. Mi madre, una persona autónoma. Creó su vida de principio a fin. Son muchas, sin duda, las posibles omisiones que he cometido en estas páginas, pero no quiero que este libro dedicado a mi madre se convierta en algo inacabable. Es el momento de aceptar que, aunque el tiempo que a partir de ahora vaya a transcurrir y que seguirá transformando la relación con mi madre, lo que ya tengo en las manos me puede servir.