lunes, 14 de julio de 2025

FERIAS Y CONGRESOS ________ SERGI PAMIÉS

 


«El azar es el destino de los pobres.» Lo escribí hace treinta años, camino del aeropuerto, dentro del taxi, con la grandilocuencia de un aforista y la perspectiva de un vuelo transoceánico. Entonces yo era propenso a combatir los nervios de las expectativas con este tipo de digresiones, que anotaba en una libreta que actuaba como papel secante contra la hiperactividad mental. Además de la libreta y del pasaporte, también llevaba la carta que me acreditaba como invitado del Salon du Livre de Québec. Me la había aprendido de memoria, en especial la frase: «Je vous signale que vous voyagerez en même temps que monsieur Vázquez Montalbán». De Manuel Vázquez Montalbán admiraba su lucidez, su capacidad de trabajo y su estilo. Novelista, ensayista, poeta, cronista, satírico y hereje del marxismo, me parecía un virtuoso del sarcasmo y la irreverencia. También era prolijo y presentador recurrente, gastrónomo y cocinero aficionado, erudito del fútbol y abajo firmante de manifiestos de causas perdidas. Lo había conocido el 9 de abril de 1983, en la presentación de uno de sus libros de poemas. El acto se celebró en el paraninfo de la Universidad de Barcelona ante un público escaso, medido por el tono melancólico del ponente. Él superó el miedo escénico leyendo con la misma determinación que habría utilizado si la sala hubiera estado llena. Al terminar, cumplí con la liturgia de que me dedicara un ejemplar del libro presentado, Praga, que todavía conservo. Él fue generoso y cáustico. Generoso porque la dedicatoria —«Para Sergio, uno de los primeros conocedores de Praga»— me otorga la condición de testigo privilegiado. Cáustico porque, sin decirlo, relativiza la decepción de que fuéramos cuatro gatos. Aquel primer contacto reforzó el tipo de vínculo que, gracias a las afinidades electivas, no necesita ser correspondido. Vázquez Montalbán publicaba tanto que lo incorporé como pieza clave de una formación caótica, voraz y autodidacta. En una dimensión subconsciente, también debió intervenir una anécdota familiar que entonces yo no podía conocer porque tardaría unos años en pasar. Seré breve: Vázquez Montalbán era miembro del Comité Central del mismo partido que presidía mi padre. Yo había empezado a publicar y a colaborar en los medios de comunicación y decidí dejar mi trabajo de administrativo, con el que me ganaba la vida, para probar a convertirme en freelance. No tenía deudas, ni responsabilidades familiares ni ninguna vocación política hereditaria. A mi padre, sin embargo, le preocupaba que quisiera sumarme a la tribu de los bohemios (excurso: siempre me ha parecido injusto que los padres quieran intervenir en lo que hacen sus hijos y los hijos no puedan intervenir retrospectivamente en lo que hicieron sus padres). Entonces no me lo comentó, pero al salir de una reunión del Comité Central, mi padre le preguntó si le parecía temerario que yo abandonara un trabajo “de verdad” para hacerme freelance. Años más tarde, mi padre me contó que Vázquez Montalbán había elogiado mis aptitudes y que eso le tranquilizó. Como no he sido tan breve como había prometido, lo compenso con una elipsis: pasaron los años. Vázquez Montalbán se convirtió en un referente novelístico, periodístico, intelectual y humorístico. Yo seguí leyéndolo, y, en la medida en que este oficio me enseña a liberarte del exceso de mitos, dejé de venerarlo para limitarme a admirarlo, sobre todo como topógrafo de una Barcelona de azoteas con pianistas represaliados, o cuando ejercía de forense del futuro y del pasado. Y, de nuevo, el azar. Él era uno de los columnistas más prolíficos y respetados del periódico El País. Allí escribía incluso en la sección de deportes, donde deconstruía las contradicciones del barcelonismo. El periódico le pedía cada vez más artículos, pero él viajaba mucho para promocionar las traducciones de sus libros y no siempre podía atender los encargos ni adaptarse a las servidumbres de las diferencias horarias. Un día, no recuerdo si desde Buenos Aires o Ciudad de México, cuando le pidieron una columna urgente sobre el Barça, sugirió que me la encargaran a mí. La concatenación de movimientos propició que el Salon du Livre de Québec invitara a dos autores de Barcelona traducidos al francés. Uno, consagrado. El otro, debutante y ansioso por descubrir qué significaba viajar «en même temps» que Vázquez Montalbán. Mi propósito era no dirigirle la palabra hasta que él se manifestara. El viaje no debía convertirse en una amenaza oportuna que acompaña y transforma una oportunidad de tranquilidad en una obligación de conversación. Que él conociera a mis padres multiplicaba el riesgo de malentendidos. Por eso entré en la terminal dispuesto a volverme invisible y evitar situaciones incómodas. Afortunadamente, él fue tan eficaz como yo. La combinación de vuelos era Barcelona-Ámsterdam, tres horas de tránsito, Ámsterdam-Montreal y, desde el aeropuerto de Montreal, un autocar de la misma compañía (KLM) hasta la ciudad de Québec. Él tenía fama de ser silencioso, introvertido y, al igual que mi padre, un poco sordo (segundo excurso: durante un tiempo trabajé en el proyecto de una novela en la que todos los personajes eran comunistas y sordos). Era la suma idónea de ingredientes para favorecer la máxima intimidad. De manera que, cuando en el primer vuelo lo vi subir al avión, no le dije nada ni le hice ningún gesto de complicidad para confirmarle que viajaríamos juntos. De hecho, estaba convencido de que nadie le había prevenido de que viajaríamos «en même temps». El reto se iba transformando en pasatiempo: ¿seríamos capaces de llegar a Québec sin decirnos nada? Lo intentamos. Él, desde una timidez que había convertido en escudo. Yo, desde la consciencia del papel de admirador (entonces no sabía que, unos años más tarde, acabaría haciéndole de suplente). Por la experiencia de mis padres sabía que lo que más agradece una persona públicamente conocida cuando tiene la oportunidad de viajar es que le respeten el placer del anonimato. Resultado: hasta Ámsterdam no tuvimos ninguna interacción, ni siquiera una mirada. Y una vez en el aeropuerto, la grandiosidad de la terminal nos convirtió en hormigas abducidas por pasillos mal señalizados en los que, por suerte, abundaban las tiendas libres de impuestos y los quioscos de comida hiper-calórica. El avión hasta Montreal era un jumbo. En el momento de embarcar, la distancia con Vázquez Montalbán se acortó lo suficiente para que, con un esbozo de sonrisa oblicua, él me diera a entender que me había identificado. No era ninguna invitación al diálogo, y yo se lo agradecí. Tampoco soy un prodigio de sociabilidad y me complica la complicidad fumadora. Unos metros más allá, yo, que nunca he fumado, me concentré en contemplar el paisaje. Era un intento de evasión: sostener las piernas y no romper el distanciamiento que, con tanta disciplina y armonía, ambos habíamos cultivado. Resultó que el lugar en el que se había detenido el autocar era de una maravilla. «La perspectiva del horizonte se enriquece con meandros sinuosos y una procesión de bosques perfectamente organizados para adaptarse a los cambios de luz», anoté. Era finales de abril. El deshielo alimentaba un triple caudal que tramitía la abundancia de los excedentes y que me hizo pensar en los paisajes de las novelas de John Irving. El doctor Fever fumaba y se reía solo, como un psicópata con excedentes de vida interior. Vázquez Montalbán fumaba sin inmutarse. Quedaban dos horas de viaje. Y entonces, como interludio majestuoso, una bandada de patos salvajes apareció cruzando el cielo. Hay momentos en la vida en los que todo adquiere un sentido que no te será revelado hasta muchos años más tarde. Es como si lanzaras un bumerán sin darte cuenta de que lo estás invitando a volver, no sabes cuándo, tendrás que verte tú a saber qué. Ni el doctor Fever ni Vázquez Montalbán se dieron cuenta de que me había quedado extasiado contemplando una bandada de patos en forma de V, con los ejemplares más jóvenes en el vértice, marcando la punta de una flecha imaginaria. Luego supe que la sincronización de las bandadas se produce, a través del aleteo, para aprovechar mejor las corrientes de aire. La geometría de estas formaciones no es un capricho estético, sino una medida de ahorro de energía. A los patos les importa un bledo la plasticidad del momento. Si soy fiel a lo que vi, con una cursilería que salta a la vista, anoté entonces, los colores del cielo eran «una premonición de crepúsculo». Quién sabe si quería describir el deseo de sincronizarme con la bandada. La invitación estaba en lo cierto: no estaba viajando con Vázquez Montalbán sino al mismo tiempo. A partir de aquel momento, él abandonó la última fila del autocar (y yo la primera) y, sin la presencia del gigante asiático, pudimos romper el hielo con breves intercambios de, como máximo, tres o cuatro sílabas. Era un pequeño paso para la historia de la comunicación pero un gran salto para resquebrajar nuestras timideces. Nos alojábamos en el hotel Hilton y entonces sí, dejando claro que nuestra comunicación funcionaría a través de una parquedad consentida, él me pidió que lo ayudara con el francés, no porque no lo entendiera sino porque se había olvidado el audífono en casa y temía no oír lo que le decían o no captar los giros de la lubricante fonética quebequesa. Ese fue el pretexto para definir mi papel: situarme siempre al sur de su oreja buena y traducirle una versión aproximada de lo que le preguntaban los editores, activistas, periodistas, colegas y lectores que, en cenas y encuentros, coloquios y entrevistas, se le acercaban para manifestarle una admiración auténtica. Para mí fue un curso intensivo sobre el oficio de escritor. Era mucho más interesante hacer de escudero de Vázquez Montalbán que ejercer de caballero andante de mis propios demonios. Él hizo toda una exhibición de inmensos recursos. Si le preguntaban sobre las recetas inmorales de uno de los libros que promocionaba, hablaba del canibalismo como metáfora del presente. Si le preguntaban por la anunciada muerte de Pepe Carvalho o por la Barcelona olímpica, reivindicaba la memoria desahuciada por el franquismo y denunciaba la especulación y la codicia, que ya presagiaban la estafa neoliberal. Y si tropezaba con interlocutores rabiosamente politizados, les regalaba las palabras y los nombres que deseaban oír: hegemonía, ortodoxia, Berlusconi, Maradona, Concha Piquer. De vez en cuando saboreábamos silencios que solo interrumpíamos si era estrictamente necesario. Y como premio, un sábado que debió de ser inolvidable porque no tomé ninguna nota y me acuerdo de todo. Al final de una mesa redonda sobre literatura catalana, él me propuso salir a dar una vuelta por la ciudad. Visitamos el Château Frontenac, el hotel que definió como “hitchcockiano”, Impulsados por la misma inercia, enseguida nos refugiamos en el bar. Me habló del Barça de Juanito Segarra, de la vocación cinematográfica de su hijo y de las virtudes del Canadian Club, un whisky que los camareros indígenas sabían dosificar. Recorrimos la ciudad, sabiendo que la sordera de uno, la propensión a respetar la jerarquía del otro y la sed en común eran un buen punto de partida para el compromiso histórico. Me contó que se estaba preparando el musical Flor de nit y que su director, Joan Lluís Bozzo, le había recomendado a una cantante griega (creo que era Eleftheria Arvanitaki). Encontramos una tienda en la que, en la sección de World Music, localizó tres de sus cedés, que compró con la sonrisa más explícita que jamás le vi. En ella confluían tres ríos: la ilusión por el musical sobre la Barcelona anarquista y cabaretera, el placer del anonimato sin interferencias y la euforia no dosificada del whisky. Más tarde teníamos una cena con los organizadores del Salon. Cuando, algo encapotados, llegamos al Hilton, él se acercó a la recepción y pidió una máquina de escribir eléctrica. Entonces entendí la diferencia entre un escritor consagrado y un debutante: la máquina de escribir tardó cinco minutos en aparecer y, sin ninguna petulancia, Vázquez Montalbán pidió que se la subieran a la habitación. Faltaba una hora para la cena y me dijo: “Escribo la columna de El País, la envío por fax y quedamos aquí dentro de tres cuartos de hora”. La columna debía de ser sobre la segunda vuelta de las elecciones francesas o sobre el regreso de Maradona a la selección argentina. Fuera como fuera, no se excusó, no se quejó, no dramatizó. A mí me pareció admirable: sabía que tenía que entregar y entregó. No necesitaba condiciones excepcionales para escribir: bastaba con una máquina, una hora, un par de ideas y una cadencia de frases perfectamente acompasadas. Bajó a la hora justa, como si llevara escrito un cronograma invisible, y nos fuimos a la cena, que se alargó más de lo previsto. Cuando, alrededor de la medianoche, regresamos al hotel, me acompañó hasta la puerta de mi habitación y me dijo: “Gracias por la traducción simultánea. Has estado impecable”. Y añadió: “Mañana me voy a Trois-Rivières. No hace falta que vengas”. El “no hace falta que vengas” era un halago. Yo, que había empezado el viaje con la voluntad de mantenerme al margen, lo interpreté como el reconocimiento de haberlo logrado. Me sentí feliz como un bumerán que acaba de encontrar la mano que lo ha lanzado.