Dieciocho meses después, tras completar una versión definitiva de su autobiografía En movimiento, el doctor Sacks recibió la noticia de que esa forma singular de melanoma que había sufrido en el ojo, diagnosticado por primera vez en 2005, había hecho metástasis y ahora le afectaba al hígado. Se trataba de un tipo de cáncer con muy pocas opciones de tratamiento, y los médicos le pronosticaron que probablemente no le quedaban más de seis meses. A los pocos días acabó el ensayo De mi propia vida, en el que expresaba su inmenso sentimiento de gratitud por haber tenido una buena vida. Sin embargo, se planteó si publicarlo de inmediato. ¿No era un poco prematuro? ¿Quería hacer pública la noticia de su enfermedad terminal? Un mes más tarde, literalmente mientras entraba en el quirófano para que le aplicaran un tratamiento que le concedería unos meses más de vida activa, pidió que mandaran el ensayo a The New York Times, donde se publicó al día siguiente. La tremenda reacción de simpatía que despertó De mi propia vida le resultó inmensamente gratificante. Durante los meses de mayo, junio y principios de julio de 2015 gozó de una salud relativamente buena, y pudo escribir, nadar, tocar el piano y viajar. Escribió varios ensayos durante ese periodo, entre ellos Mi tabla periódica, en el que reflexiona sobre la pasión que ha sentido toda su vida por la tabla periódica de los elementos y sobre su propia mortalidad. En agosto, la salud del doctor Sacks comenzó a declinar rápidamente, pero dedicó sus últimas energías a escribir. El artículo final de este libro, Sabbat, fue especialmente importante para él, y repasó cada palabra una y otra vez, destilándolo hasta su esencia. Se publicó dos semanas antes de su muerte, el 30 de agosto de 2015.
Lamento haber desperdiciado mucho tiempo (todavía lo hago); lamento ser tan terriblemente tímido a los ochenta como lo era a los veinte; lamento no hablar otro idioma que mi lengua materna, y no haber viajado ni conocido tantas culturas como debería. Tengo la sensación de que debería intentar completar mi vida, aunque no sepa muy bien qué significa «completar una vida». Algunos de mis pacientes que ya han cumplido los noventa o los cien años entonan el nunc dimittis: «He tenido una vida plena, y ahora estoy preparado para partir». Para algunos, eso significa ir al cielo, y siempre es al cielo antes que al infierno, a pesar de que Samuel Johnson y James Boswell se echaban a temblar sólo de pensar que podían ir al infierno y se enfurecieran con David Hume, que no compartía dichas creencias. No tengo fe en ninguna existencia después de la muerte, ni la deseo: tan sólo albergo la esperanza de perdurar en el recuerdo de los amigos y de que algunos de mis libros puedan seguir «hablando» a la gente después de mi muerte. W. H. Auden a menudo me confesaba que creía que llegaría a los ochenta y que luego se iría “a la mierda” (sólo vivió hasta los sesenta y siete). Aunque ya han transcurrido cuarenta años desde su muerte, a menudo sueño con él, y con mis padres, y con antiguos pacientes; todos ellos ya fallecidos, pero a los que amé, y que fueron importantes en mi vida. A los ochenta años asoma el espectro de la demencia o el ictus. Una tercera parte de mis coetáneos han muerto, y son muchos más los que, afectados por un profundo deterioro físico o mental, se ven atrapados en una existencia trágica y mínima. A los ochenta, las señales del deterioro son perfectamente visibles. Nuestras reacciones son un poco más lentas, cada vez nos cuesta más recordar un nombre, hay que dosificar las energías, pero aun así muchas veces uno se siente lleno de energía y vitalidad, y en absoluto “viejo”. Quién sabe si, con suerte, conseguiré permanecer más o menos incólume unos cuantos años más y se me concederá la libertad de seguir amando y pensando.
Marjorie —una doctora que había sido protegida de mi madre y que había trabajado en el campo de la medicina hasta los noventa y ocho años— se estaba muriendo. La llamé a Jerusalén para despedirme. Su voz me resultó inesperadamente poderosa y retumbante, con un acento muy parecido al de mi madre.—«No pienso morirme hoy», me dijo, «y el 18 de junio celebro mis cien años. ¿Por qué no vienes?»—«Naturalmente que iré», respondí. Pero al colgar comprendí que acababa de rectificar una decisión tomada casi sesenta años atrás.No fue más que una visita familiar. Celebré los cien años de Marjorie con ella y toda su parentela. Vi a otros dos primos por los que sentía un gran aprecio de cuando vivía en Londres, a innumerables primos segundos y lejanos, y naturalmente a Robert John. No me sentía aceptado de ese modo por mi familia desde que era niño.Me imponía cierto respeto visitar a mi familia ortodoxa acompañado de mi amante, Billy —las palabras de mi madre todavía resonaban en mi cabeza—, pero también a Billy lo recibieron con gran afecto. El enorme cambio entre los ortodoxos quedó claro cuando Robert John nos invitó a Billy y a mí a compartir la primera comida del sabbat con él y su familia.La paz del sabbat, de ese mundo detenido, de ese tiempo fuera del tiempo, era palpable, lo impregnaba todo, y me sentí inundado de melancolía, algo parecido a la nostalgia, y comencé a preguntarme: ¿y si esta circunstancia y la otra y la otra hubieran sido distintas? ¿Qué clase de persona habría sido yo? ¿Qué clase de vida habría llevado?En diciembre de 2014 finalicé mi autobiografía, En movimiento, y le entregué el manuscrito a mi editor sin imaginar que dos días más tarde me comunicarían que padecía cáncer metastásico procedente del melanoma que había padecido en el ojo nueve años antes. Me alegro de haber podido completar mi autobiografía antes de saberlo, y también, por primera vez en mi vida, de haber hablado de mi sexualidad de manera plena y abierta, afrontando sin tapujos lo que pudieran pensar los demás, sin guardar en mi interior más secretos ni sentimientos de culpa.En febrero me pareció que, con la misma sinceridad, tenía que hablar del cáncer que me afectaba y de la proximidad de la muerte. De hecho, me encontraba en el hospital cuando escribí el ensayo De mi propia vida, publicado en The New York Times. En julio escribí otro texto para ese mismo periódico, Mi tabla periódica, en el que el cosmos físico y los elementos que tanto me gustaban adquirían vida propia.Y ahora, débil, sin aliento, con los músculos antaño firmes reblandecidos por el cáncer, descubro que mis pensamientos cada vez giran menos en torno a lo sobrenatural o espiritual y más en torno a lo que significa llevar una vida buena y que merezca la pena, alcanzar una sensación de paz con uno mismo. Me descubro pensando en el sabbat, el día de descanso, el séptimo día de la semana, y quizá también el séptimo día de la propia vida, cuando tienes la sensación de que tu obra está terminada y de que, con la conciencia tranquila, puedes descansar.